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Lima, Peru
Filósofo e historiador. Nace en España en 1937 y llega al Perú como jesuita en 1957. Formación: humanidades clásicas y literatura, filosofía e historia. Especialización sucesiva: narrativa latinoamericana, filosofía moderna, filosofía de la existencia, historia de la emancipación peruana, pensamiento lukacsiano, historia de la ingeniería peruana y filosofía de la interculturalidad Profesor de la UNI (y rector 1984-89) y otras instituciones académicas en Perú, Budapest, Brasil y Túnez. Autor de 26 libros, 70 colaboraciones en obras colectivas y 150 artículos en revistas. Actualmente dirige el Centro de Historia UNI y es profesor de postgrado en la Universidad Nacional de Ingeniería. Participa activamente en el debate intelectual peruano desde la sociología de la literatura, el marxismo lukacsiano, las perspectivas postmodernas y la filosofía de la interculturalidad. En su libro "Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna" propone, como horizonte utópico de la actualidad, la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades que enriquecen a la sociedad peruana. Contacto: jilopezsoria@gmail.com

30 jun 2009

Todo construir es ya un habitar

José Ignacio López Soria

Advertencia preliminar

Un reciente artículo de Puente comienza con la siguiente frase:

“Con la construcción del embalse y la central hidroeléctrica de las tres gargantas del río Yangtsé, se está demostrando nuevamente que, en China, los hombres se han acostumbrado a ganar a los dioses. Doce enormes montañas que custodian el esplendoroso panorama de las tres gargantas han sido invulnerables desde la más remota historia humana. Eran la encarnación de doce dioses. Ahora, el recién concluido dique más grande del mundo, de 2,309 metros de longitud y 185 de altura, ha acabado con la superstición de que se trataba de doce indómitos dragones que desataban devastadoras tempestades, inundaban poblados y cultivos y mataban a los infelices pobladores.”

Sin decirlo explícitamente, el artículo supone que la felicidad del hombre consiste en acabar con las supersticiones y en dominar la naturaleza a través de la construcción. Esta tesis es motivo suficiente para recordar, por oposición, las reflexiones de Martín Heidegger sobre la técnica y sobre construir y habitar . Como no voy a hacer mucho más que resumir las posiciones del filósofo alemán, me he atrevido incluso poner a este artículo un título manifiestamente heideggeriano.

La tesis que Heidegger desarrolla en Filosofía, ciencia y técnica, especialmente en el ensayo “Construir, habitar, pensar”, es que todo construir es ya un habitar. Si no lo entendemos así es porque las significaciones de construir y habitar se han ido separando tanto en el lenguaje como en la práctica profesional, sobre todo con el advenimiento y desarrollo de la modernidad o era de la técnica consumada.

Para restablecer la relación entre construir y habitar es preciso, por tanto, desandar lo andado, volver a los significados originarios de estos términos para advertir qué es lo que de ellos ha ido quedando oculto, retraído.

Esta estrategia argumentativa tiene sus complicaciones, primero, porque los términos en alemán son, a veces, difícilmente traducibles al castellano, y, segundo, porque la reflexión de Heidegger sobre construir y habitar se enmarca dentro de su teoría sobre el hombre, el pensar y el mundo de la técnica, aspectos que a los que aludiremos aquí sólo en la medida de lo necesario para entender la relación entre construir y habitar.

La palabra “construir” en castellano proviene de la palabra latina “construere que significa acumular, construir o edificar y guarnecer.

En el castellano actual el verbo construir es entendido como un medio para hacer algo (una máquina, un edificio, una traducción, una frase), reuniendo componentes (objetos o palabras) para producir, conforme a determinadas normas, un resultado, la obra (lo construido).

Cuando afirmamos que construir significa edificar, decimos algo que es cierto porque des-oculta, una acción humana, la acción de edificar, la de producir un resultado, una cosa. Pero si entendemos solo así este concepto, no atendemos a lo que él oculta.

Lo primero que el término, en el castellano actual, oculta es que en el paso del “construere” latino al “construir” castellano fue quedando en el camino la significación “guarnecer” o “guarnir” que procede del germánico “warjan” y que está relacionado con sostener, cubrir, prevenir de un peligro, proteger.

El término oculta, además, que el construir destruye porque extrae objetos o palabras de su orden anterior (sea natural o lingüístico) para recomponerlos o trasladarlos a otro orden. Y queda igualmente oculto que el nuevo orden no necesariamente es mejor que el anterior. De hecho, la significación ahora ya más olvidada, aquella según la cual el construir significaba disponer las palabras griegas o latinas en un orden tal que facilitase su traducción al castellano, condujo al olvido del latín clásico para construir el latín vulgar de los textos medievales. En este caso es evidente que la traducción (el traslado a otro orden) fue una traición, aunque hay que añadir que esa traición facilitó la maduración de las lenguas romances (castellano, francés, italiano, etc.) y sus correspondientes literaturas.

Originalmente, el construir estaba, pues, relacionado con el guarnecer algo para protegerse y, por tanto, encerraba en sí mismo el habitar. Pero esta implicación entre construir y habitar se fue disolviendo a medida que el construir se especializó en edificar, y el cuidado y la protección fueron quedando dentro de la cultura. A partir de esta separación, el habitar se entendió como fin del construir sólo cuando la construcción estaba destinada al alojamiento permanente del hombre.

Con respecto al habitar ocurrió una cosa parecida. Habitar se dice en latín de dos maneras: “habitare” e “in-colere”. “Habitare” viene de “habitum” (del verbo “habere”), y “habitum” (hábito) significa lo que se tiene durablemente. Habitar, por tanto, estaba relacionado con el tener permanente. Pero, además, hay otro término para decir habitar: “in-colere”. Julio Cesar comienza De bello gallico (La guerra de las Galias) con la siguiente frase: “Gallia est divisa in partes tres, quarum unam incolunt Belgae …” (La Galia está dividida en tres partes, una de las cuales habitan los belgas …). “Incolere” resulta de añadir la preposición “in” (en, dentro de) al verbo “colere” que significa cultivar, y de donde viene la palabra cultura.

El habitar estaba, pues, originalmente relacionado con el tener de manera permanente y el cultivar. Pero el castellano actual distingue claramente entre el habitar y el cultivar, con lo cual el habitar pierde su relación con el cultivar y viceversa.

Tenemos, así, un construir que no es ya habitar y un habitar que no es ya cultivar. Y esto, que parece un mero juego lingüístico, está en relación con la separación efectiva, en el mundo moderno, entre las acciones de construir, habitar y cultivar. La única relación que conservan, en un mundo esencialmente teleológico y causalista como el moderno, es que el construir y el cultivar son medios para el habitar.

Relaciones entre construir y habitar

Para entender la verdadera relación entre construir y habitar hay que tener en cuenta -además de las anotaciones sobre el origen de los términos construir y habitar- que el hombre no se da sino como habitante. El ser en el mundo es nuestra única manera de ser. No es que el hombre sea y, además, habite en el mundo. Con respecto al hombre, ser no quiere decir otra cosa que habitar en el mundo. Cuando no pensamos el ser del hombre desde el habitar tenemos que recurrir a una definición abstracta de hombre (animal racional) que oculta su esencia como ser en el mundo y eleva al hombre a la condición de “rey de la naturaleza” al que quedan sometidos todos los demás seres. Esta supuesta superioridad jerárquica –sacralizada por la tradición judeo-cristiana- legitima la acción dominadora, aunque sea destructiva, del hombre sobre los demás seres. Y esto es lo que está en el fondo de la posición mantenida en el mencionado artículo de Puente: construir no es habitar sino someter, dominar a la naturaleza y a los dioses.

Pero el ser en el mundo del hombre (el habitar) se distingue del estar en el mundo de los demás seres. En el caso del hombre, ser en el mundo (habitar) supone desocultar, buscar su propia verdad y la verdad de los demás seres. El hombre no se da sino como habitante buscador de la verdad.

Desde esta perspectiva es posible advertir que las relaciones entre construir y habitar son de copertenencia. No entendemos la esencia de edificar si no pensamos que todo construir es ya un habitar. No es que construyamos (medio) para habitar (fin) sino porque somos ya siempre habitantes. Habitar, en su esencia, es permanecer, pero protegidos, liberados de amenazas y daños (construir como guarnecer). Por eso a lo construido le llamamos morada sobre la tierra y bajo el cielo. Así, pues, al construir/habitar nos asumimos como siendo en la tierra (naturaleza) y bajo el cielo (lo trascendente, lo inesperado). Se constituye así una tríada que los filósofos han entendido como naturaleza, hombre (o historia) y dios. Cada uno de los componentes de esta tríada remite a los otros dos, pero sólo aparece lo unitario entre ellos cuando pensamos el habitar en el sentido del proteger.

El proteger habitando o el habitar protegiendo tiene, así, una triple función: salvar a la naturaleza en cuanto que no se la esclaviza ni sobreexplota y se respetan sus ritmos, bendiciones e inclemencias; promover una actitud abierta a lo inesperado (a lo que algunos llaman los sagrado o lo divino) aguardando las señales de su llegada y los indicios de su partida; conducir a los humanos hacia una buena muerte.

El habitar (entendido como proteger, custodiar) consiste, por tanto, en salvar/proteger a la naturaleza, estar abiertos a lo inesperado y conducir a los mortales. Pero no podremos entender así el habitar si no lo entendemos como una morada junto a las cosas. Ese morar junto a las cosas permite el despliegue unitario de los tres elementos de la mencionada tríada. Y esto ocurre sólo si las cosas son dejadas en su esencia, tocando a los hombres cuidar las cosas. El cuidar y el edificar es el construir en sentido estricto. El habitar es, en tanto guarecer los componentes del triangulo, un construir.

Vista superficialmente, sólo como edificar, una construcción es algo que sirve para algo. Por ejemplo, un puente sobre un río sirve simplemente para transitar (trans-ire: ir a través de). Pero ya en el transitar se anuncia algo más que el mero tránsito, y es que el puente pone en vecindad dos orillas y detrás de esas orillas hay otros lugares que quedan igualmente relacionados gracias al puente. Es decir, el puente recolecta a su alrededor un conjunto de lugares y así constituye un espacio por el que transitan hombres y animales, permite a unos y otros aprovechar las bendiciones y soportar las inclemencias de la naturaleza, y queda generalmente bajo lo sagrado (bendición del puente, santo protector, advocación de un nombre célebre o referencia a un lugar natural o sagrado). Por tanto, la cosa a la que llamamos puente recolecta (re-colere) lo humano, lo trascendente o inesperado y lo natural, y lo hace constituyendo un conjunto conexo de lugares antes dispersos, es decir, dando espacialidad a los lugares y rehabilitándolos (proveyéndoles de una nueva habitabilidad) para los mortales, en relación con la naturaleza y bajo lo sagrado.

Desde el puente todo lo que está a su alrededor recomienza en su nuevo ser. Éste es el sentido del recolectar o el volver a cultivar. El puente es, pues, una cosa que espacializa a los lugares. Los lugares espacializados están localizados a mayor o menor distancia y tienen diversas características. El trans-itar dentro de ese espacio equivale a pasar de lugar a lugar, sin salirse del orden creado por el espacio.

Si pienso, abstrayéndolas, esas distancias y características en términos de altura, anchura, profundidad, etc., se me escapa la relación lugar/espacio para hablar de extensión, y al hablar de extensión me sitúo en el ámbito del divorcio (moderno) entre la res cogitans (el hombre) y la res extensa (la realidad). Es precisamente esta abstracción la que ha hecho posible el conocimiento científico moderno y ha llevado a la matematización del espacio. De esta manera se ha olvidado la relación lugar/espacio y se ha perdido la idea de la construcción como localización o cosificación de la relación entre lo humano, lo inesperado y lo natural. La frase antes citada sobre “el portento de las tres gargantas” es particularmente elocuente a este respecto: el construir, sin relación ya con el habitar, equivale desparecer a los dioses (desmitificar) y en someter a la naturaleza al dominio del hombre. Lo construido destruye un orden que deja a los hombres sin habitación, desprotegidos y sin saber a qué atenerse.

Para entender la relación hombre/espacio es necesario volver a la idea de los espacios poblados de lugares que, a su vez, están cosificados en construcciones. En esos espacios, que nos son habituales, nos movemos como pez en el agua: sin salirnos de la relación entre lo humano, lo divino y lo natural, y, por tanto, manteniendo nuestro ser-en-el-mundo, que es nuestra única manera de ser. Así, el espacio no es algo contrapuesto al hombre sino su hábitat, su morada, una morada que se refiere tanto a lo cercano como a lo lejano, porque cuando mentamos lo lejano lo acercamos. Cuando transitamos por ese mundo transportamos con nosotros los componentes naturales, inesperados y humanos de ese espacio. Y así, el vínculo del hombre con lugares y, por medio de lugares, con espacios, estriba en el habitar. “La relación del hombre y el espacio no es otra cosa que el habitar esencialmente pensado.” .

En ese espacio toda construcción es habitación, cuando la construcción admite y, al mismo tiempo, erige la tríada de lo humano, lo inesperado y lo natural. En este caso, admitir y erigir se copertenecen, y por copertenecerse hacen del lugar una custodia, una casa de dicha tríada. Y así la construcción da localidad al espacio, erige lugares y trama espacios, si la indicación para ello le viene al construir de la unidad de la mencionada tríada. Por tanto, de la tríada recibe el construir la medida para todo dia-metrar. En guarecer a la tríada, en protegerla, está la esencia del habitar. Las construcciones, así entendidas, “encasan” la esencia del habitar.

Cuando el construir es dejar habitar a la tríada, queda fundamentado todo planear como ámbito adecuado para todo proyectar planos. El resultado, la obra, en cuanto “encasamiento” de lo humano, lo inesperado y lo natural, es el ámbito apropiado para el habitar. Y el habitar es el rasgo fundamental del ser mortal. Y por eso el construir y el habitar entran en lo digno de ser preguntado y pensado, porque en ello le va al hombre su ser-en-el-mundo, es decir su ser.

Apunte final

Si la esencia del hombre está en su existencia, es decir en su ser en el mundo, y su ser en el mundo consiste en habitar (en el sentido que aquí lo hemos entendido: cuidando y cultivando lo natural, lo inesperado y lo humano), el ejercicio profesional del ingeniero y del arquitecto se revisten de una responsabilidad mucho mayor que la derivada del mero construir (entendido en el sentido tradicional: como medio para el habitar). De ese ejercicio profesional depende, en la actualidad, no sólo la calidad de vida, como piensan los modernos y sostiene el mencionado artículo de Puente, sino, además y principalmente, la posibilidad humana.

1 comentario:

  1. Me gustó mucho tu ensayo, tus fuentes son Heidegger y quien más, estoy realizando un ensayo sobre habitar y transitar en el sentido histórico, tienes alguna sugerencia...gracias

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