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Lima, Peru
Filósofo e historiador. Nace en España en 1937 y llega al Perú como jesuita en 1957. Formación: humanidades clásicas y literatura, filosofía e historia. Especialización sucesiva: narrativa latinoamericana, filosofía moderna, filosofía de la existencia, historia de la emancipación peruana, pensamiento lukacsiano, historia de la ingeniería peruana y filosofía de la interculturalidad Profesor de la UNI (y rector 1984-89) y otras instituciones académicas en Perú, Budapest, Brasil y Túnez. Autor de 26 libros, 70 colaboraciones en obras colectivas y 150 artículos en revistas. Actualmente dirige el Centro de Historia UNI y es profesor de postgrado en la Universidad Nacional de Ingeniería. Participa activamente en el debate intelectual peruano desde la sociología de la literatura, el marxismo lukacsiano, las perspectivas postmodernas y la filosofía de la interculturalidad. En su libro "Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna" propone, como horizonte utópico de la actualidad, la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades que enriquecen a la sociedad peruana. Contacto: jilopezsoria@gmail.com

5 ago 2009

Elogio de la perplejidad

ELOGIO DE LA PERPLEJIDAD

José Ignacio López Soria

Los intelectuales a la deriva

Desde hace ya algunos lustros, la “intelligentzia” en el Perú, pero no sólo aquí, se ve afectada por una crisis de la que no consigue salir airosa. Se le ha escapado de entre los dedos el objeto mismo de su profesionalidad: no sólo la ideología sino la teoría. La cosa comenzó con la crítica de los caminos, vino, después, el desconocimiento de los orígenes, y se añadió, finalmente, la opacidad de las metas. Me refiero principalmente al socialismo como hontanar de alternativas teóricas y prácticas para pensar y organizar la experiencia humana.

Desde el comienzo, en algunos fue la perplejidad. La crisis les sirvió para poner en duda los fundamentos de sus saberes y creencias e incluso, a los más avezados, los impulsó a sospechar que en todo fundamento se agazapa un afán totalitario. No pocos, nostálgicos de las seguridades de que gozaban antes, decidieron poner su tienda del otro lado y ganarse allí el pan -por lo general dignamente, aunque no faltan ejemplos de desembozada indignidad- con el sudor de su servicio. Quedan todavía algunos empeñados en recuperar el terreno perdido a través de operaciones de afeite o, en el mejor de los casos, de intentos de refundación que suelen convencer a pocos. Finalmente, están los que refunfuñan entre amigos y manifiestan en cenáculos su desazón por la falta de alternativas éticamente sostenibles y políticamente viables, pero coexisten pacíficamente con el sistema y no mueven un dedo para cambiarlo.

Con respecto al liberalismo, la otra fuente de alternativas, las cosas no van mucho mejor. Como sabemos bien, el liberalismo no tuvo nunca en el Perú cultores de enjundia teórica, si excluimos los ensayos de los primeros proponedores del “discurso de emancipación” y de quienes, después, cifraron la esperanza de realización de la promesa de la vida peruana en la defensa de la libertad individual, en la desacralización de la sociedad o en el logro del bienestar . El liberalismo criollo posterior y del presente, más que fuente de inspiración para imaginar y organizar una sociedad buena, ha sido y sigue siendo aclimatación torpe de soluciones, “copia y calco” de recetas u obediencia interesada a órdenes de más allá de nuestras fronteras.

Entre perplejos, buscadores de seguridades, refundadores, refunfuñantes y copiadores de recetas, creo que la “perplejidad” es la posición teórica y prácticamente más fructífera porque, como la “admiración” en los orígenes de la filosofía occidental y la “duda metódica” en los inicios de la modernidad, invita a la creación de nuevas categorías para orientarnos en el mundo actual y saber a qué atenernos.

El discurso de las seguridades

Venimos, como he sostenido en más de una oportunidad, de un mundo de seguridades tanto en los dominios de la cultura como en los subsistemas de acción racional con respecto a fines.

Sabíamos, con certeza, a qué atenernos En la esfera de la objetividad no satisfacían la adecuación como criterio de verdad, la coherencia y la consistencia como garantías de la rectitud del método, la argumentación racional como retórica para el convencimiento, y todo ello basado, en última instancia, en la evidencia propia de un sujeto aculturado y supuestamente trascendente.

En el dominio de la legitimidad, se nos enseñó a definir el bien como correspondencia con una noción igualmente trascendente de “naturaleza humana” , y a poner en el consenso, construido en un contexto supuestamente libre de violencia, la fuente de legitimación del poder.

Finalmente, en cuanto a la representación, la belleza se define como armonía y proporcionalidad, y el arte como una forma de autoconciencia de la humanidad que permite expresar lo conceptualmente no decible.

Se trataba, pues, de aplicar criterios paradigmáticos ofrecidos por el metadiscurso englobante para llegar a lo verdadero, lo bueno, lo justo, lo éticamente permisible, lo políticamente correcto y lo bello.

Naturalmente no se excluye la crítica, sólo que se trata de una crítica procedimental que se hace desde el mismo paradigma y que, consiguientemente, se orienta a verificar si los procedimientos fueron los correctos, dejando siempre intactos los fundamentos del saber, del valorar y de la refiguración sensible, provistos por el discurso englobante.

También el mundo de los subsistemas de acción racional actúa a base de seguridades: la democracia representativa para asegurar que la gestión macrosocial (la política) lleve al logro de la justicia y la libertad; la industrialización de la producción y reproducción de bienes para garantizar la explotación óptima de los recursos naturales y el logro del bienestar; el mercado como instrumento el más idóneo para asegurar el equilibrio en el intercambio y la justicia en la distribución; la escuela como el medio más eficiente y eficaz para producir, reproducir y difundir conocimientos, valores, experticias y actitudes; el ejército regular para garantizar la seguridad y el uso legal de la violencia; etc.

La seguridad en el caso de los subsistemas de acción resulta de la aplicación de los procedimientos de una racionalidad esencialmente teleológica e instrumental que se basa en una relación precisa y controlada de los medios en relación con los fines. Llevada esta racionalidad al extremo y formulada sin embozos, su mejor expresión es la conocida frase “el fin justifica los medios”.

Más allá del estado-nación

Aunque el discurso de las seguridades se enuncia como válido para el hombre el general, sin embargo, se objetiviza en un conjunto de instituciones que dan forma al estado-nación. La construcción del estado-nación y su realización plena se constituyen en el horizonte de expectativas de los proponedores del discurso y de los pueblos bajo su dominio o influencia. Para ello fue necesario hacer una operación de desanclaje del discurso mismo y sus objetivaciones con respecto a sus orígenes a fin de presentarlos como propios de lo humano. El discurso moderno de una historia universal unilineal y teleológica tiene no poca responsabilidad en esta transformación. Pasamos así por varios siglos en los que, para saber a qué atenerse en los dominios de la cultural y de la acción humana, bastaba con apropiarse de ese discurso e institucionalizar sus formas de objetivación.

Los esfuerzos por acogerse en el Perú a las seguridades que ofrecía el modelo se expresan en dos discursos paralelos y frecuentemente opuestos. El “discurso de emancipación”, que nos viene de los ilustrados peruanos de finales del XVIII y que se propone el logro de la libertad y de la justicia, y el “discurso de civilización”, propio de ingenieros y empresarios, que se orienta a la realización del bienestar. Ambos discursos ponen en la construcción del estado-nación la garantía para la realización de la promesa de la vida peruana. No desconocemos, por cierto, que en cada uno de ellos hay varias corrientes –conservadoras, liberales, socialistas-, pero las diferencias entre ellas -en las cuales se han centrado preferentemente las luchas ideológicas- no invalidan su coincidencia en el objetivo fundamental de organizar la sociedad bajo el paradigma del estado-nación.

El decaimiento de los discursos

Hace ya algunos lustros que, con el desborde de las dimensiones institucionales de la modernidad, comenzó el agotamiento del discurso moderno en su versiones emancipatoria y civilizatoria. Las seguridades de que proveía el proyecto moderno para saber a qué atenernos en los dominios de la cultura y de la acción social comenzaron a debilitarse. El debilitamiento ha afectado a los criterios de adecuación y de coherencia y consistencia en los dominios del conocimiento. El concepto de sujeto aculturado está siendo revisado desde la perspectiva de una intersubjetividad culturalmente vinculada. El consenso empieza a ser visto como un procedimiento no sólo manipulable sino sospechoso de dominación en beneficio de una determinada noción de sociedad buena. La idea moderna de naturaleza humana se revela como un expediente para universalizar la concepción occidental de lo humano. La armonía y la proporción como criterios de belleza y la reducción del arte a una forma de autocercioramiento desconocen la riquísima variedad de formas estéticas de las muchas y diversas culturas que pueblan el mundo. El estado-nación como forma por antonomasia de organización y gestión macrosocial está siendo desbordado en todas sus dimensiones institucionales. La producción taylorista y el mercado nacional se desmoronan frente a los embates de la globalización. Las viejas ideas regulativas de progreso e historia universal se vuelven inadecuadas cuando los diversos pueblos deciden tomar la palabra y contar su propia historia. En fin, no es sólo que el discurso se haya debilitado. Se ha debilitado también, para expresarlo en términos más abstractos, la idea misma que teníamos del ser y que habíamos heredado de la metafísica y de esa forma moderna de metafísica que conocemos como ciencia.

Y cuando se debilitan los discursos englobantes, cuando se relaja el mundo de las formas conceptuales, axiológicas, estéticas y prácticas, se liberan las diferencias y el mundo aparece con una complejidad que no acertamos a controlar ni teórica ni prácticamente.




El estado de perplejidad

No es raro que, en este contexto, el estado de perplejidad sea el talante más fructífero de nuestro tiempo. El estado de perplejo (per-plexus) es la respuesta intelectualmente más adecuada frente al mundo complejo (com-plexus) que nos está tocando vivir. Plexus es el término latino para referirse a lo plegado, lo tejido, lo enlazado, pero en una textura cuyos componentes son difícilmente discernibles y jerarquizables.

Desde la perspectiva del mundo de las seguridades y de los lenguajes establecidos, la perplejidad es definida como “confusión” frente a lo que es,”duda” frente al saber establecido e “irresolución” o “indecisión” frente al hacer. No se acierta a ver en la perplejidad que ella es, también, una invitación a la locura, a la voluntad de no dejarse atrapar por la cordura ambiental que atenaza la creatividad.

La perplejidad invita a asumir nuestro tiempo como una época de tránsito, de "después de" las seguridades y contundencias de las racionalidades en uso y sus concretas expresiones en los dominio de la objetividad, la legitimidad, la representación y la praxis. Desde la perplejidad se robustece la voluntad de una búsqueda radical que pone en duda no sólo los procedimientos sino los fundamentos del saber y del poder, del valorar y del hacer. Esta búsqueda no se pierde, sin embargo, en la complejidad y multiplicidad de lo real, no sacraliza el presente ni se instala cómodamente en él tomando lo que es como el horizonte del ser. Perplejidad no equivale a resignarse a no teorizar, significa sí atreverse a teorizar en el sentido raigal del término: examinar e inspeccionar explorando dimensiones nuevas y aceptando la complejidad y la multiplicidad de lo que hay. Se da, pues, en la perplejidad una voluntad de autocercioramiento, de saber conducirse en esa complejidad sin emprobrecerla ni reducirla a unidad. Lejos, sin embargo, del estado de perplejidad la pretensión de situarse en un punto arquimédico para mover el mundo desde fuera de él. La conciencia de parcialidad, de implicación en el proceso de construcción teórica desde las peculiaridades de la propia pertenencia cultural y lingüística, es el talante de la perplejidad.

Vuelta al principio

No es raro que los intelectuales estén a la deriva: llevados y traídos por el oleaje y tentados por las sirenas que habitan acogedoras grutas en los bordes mismos de las corrientes. Algunos, lo sabemos, han sucumbido a la tentación y hasta se ofrecen como grotescos actores de los espectáculos que monta el sistema. Otros prefieren asirse a los tablones de la destruida embarcación soñando con salvarse del naufragio. Lo cierto es que no es fácil saber a qué atenerse porque no se trata de que los intelectuales estén a la deriva porque hayan ellos decidido lanzarse a las olas sino porque los barcos en los que todos navegaban seguros, aunque con diversos derroteros, se han ido o se están yendo a pique y no les queda, para quienes conservan aún la voluntad de emerger dignamente, sino vérselas con el oleaje, atreverse a teorizar.

La teorización hoy supone, en primer lugar, situarse en un mundo atravesado por procesos que están llevando a un cambio de época y para cuya comprensión no bastan las categorías y conexiones categoriales que heredamos el paradigma moderno. Enumeraré sólo algunos de esos procesos:
• la globalización, que nos exige hacer del globo el marco de referencia de la percepción, la valorización, la representación sensible y la acción humana;
• el debilitamiento del estado-nación, con el desborde de sus objetivaciones institucionales y el relajamiento de las lealtades y vínculos sociales que él supone;
• la desfisicalización de la realidad, que nos obliga a vérnoslas con una virtualidad que no es aprensible ni manipulable con los medios tradicionales de aprehensión y manipulación de la realidad física;
• la enorme disponibilidad de información y de recursos para procesarla.

Además de estos procesos, fácilmente perceptibles, apuntan en el horizonte otras tendencias, aspiraciones y propuestas que retan igualmente nuestra capacidad teórica y práctica:
• el resurgimiento de identidades culturales que debilita las identidades nacionales;
• la desuniversalización del discurso de la historia universal y la decisión de los pueblos de tomar la palabra y contar su propia historia;
• la desterritorialización de las regulaciones políticas y éticas en función de valores supranacionales;
• la reculturización de los valores y normas y las demandas de legalización de la “ciudadanía cultural”;
• la sociedad interactiva y transparente como ideal de sociedad justa;
• el reconocimiento de la comunidad y su horizonte cultural como constitutivos de la identidad, y, por tanto, el derecho a la pertenencia cultural;
• la consideración del yo ya no sólo como potencial reflexivo sino como urdimbre de relaciones vivenciales, creencias y contextos, lo que significa que el individuo se constituye dialógicamente y, por tanto, su identidad no es un dato inamovible sino fruto de una interacción, de una negociación permanente con su entorno;
• la consideración del otro ya no como límite de mi autorrealización sino como sujeto de la interacción que me constituye y le constituye;
• el derecho a una gestión del entorno natural desde las vigencias de cada cultura;
• la referencia de la responsabilidad y la fundamentación de la ética ya no en normativas supuestamente trascendentes (sagradas: orden divino; o profanas: orden del ser, naturaleza humana) sino en la diversidad de formas de convivencia que garantizan una interacción dialógica;
• el reconocimiento de la irreductibilidad de la diversidad cultural y el establecimiento del principio de la interculturalidad que exige el respeto a las definiciones culturales de vida y sociedad buenas;
• la paralogía como forma de aproximación a la realidad que permite la exploración de dimensiones no decibles desde la lógica tradicional.

No es raro, reitero, que cunda la desorientación entre los intelectuales. Los procesos, tendencias, aspiraciones y propuestas que asoman en la actualidad no parecen fácilmente sistematizables. Hasta la idea misma de sistema se ha vuelto sospechosa. Por eso sostengo que la perplejidad es el estado teórica y prácticamente más fructífero porque parte de la duda pero se atreve a teorizar sin afán alguno de reducir la complejidad y diversidad de lo real.

Para el caso concreto del Perú, diré para terminar, el atrevimiento a teorizar desde la perplejidad nos lleva a despedirnos de los dos discursos, el de emancipación y el de civilización, que pensaron el Perú desde el paradigma del estado-nación. Significa esto decir adiós, con dolor, a pensadores que inspiraron nuestra visión del pasado de nuestro presente, pero cuyas reflexiones no nos sirven ya para pensar el presente y saber a qué atenernos.


Notas
(1) Publicado en: Umbral. Revista del conocimiento y la ignorancia. Lima, n° 13, nov. 2001, p. 13-21. Incluido en: López Soria, José Ignacio. Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna. Lima: Fondo Editorial del Congreso de la República, 2007, p. 45-56.

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