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Lima, Peru
Filósofo e historiador. Nace en España en 1937 y llega al Perú como jesuita en 1957. Formación: humanidades clásicas y literatura, filosofía e historia. Especialización sucesiva: narrativa latinoamericana, filosofía moderna, filosofía de la existencia, historia de la emancipación peruana, pensamiento lukacsiano, historia de la ingeniería peruana y filosofía de la interculturalidad Profesor de la UNI (y rector 1984-89) y otras instituciones académicas en Perú, Budapest, Brasil y Túnez. Autor de 26 libros, 70 colaboraciones en obras colectivas y 150 artículos en revistas. Actualmente dirige el Centro de Historia UNI y es profesor de postgrado en la Universidad Nacional de Ingeniería. Participa activamente en el debate intelectual peruano desde la sociología de la literatura, el marxismo lukacsiano, las perspectivas postmodernas y la filosofía de la interculturalidad. En su libro "Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna" propone, como horizonte utópico de la actualidad, la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades que enriquecen a la sociedad peruana. Contacto: jilopezsoria@gmail.com

18 abr 2012

Cooperación para el desarrollo social

José Ignacio López Soria

Conferencia con motivo de la colación del grado de doctor honoris causa por la Universidad Particular Antenor Orrego, Trujillo, 11 de noviembre 2011.

Agradecimiento

Sean mis primeras palabras, Señor Rector de la Universidad Particular Antenor Orrego, distinguidas autoridades que nos honran con su presencia, colegas de la Facultad de Arquitectura y participantes todos en esta ceremonia, para manifestar mi profundo agradecimiento por la distinción que hoy se me otorga. Sé que con ella, si me atengo a las tradiciones universitarias, se me concede un grado que implica de suyo aquello que en las universidades medievales se conocía como licentia docendi  (licencia para enseñar), y esta licencia no es solo un permiso para ejercer la docencia sino una convocatoria a ejercerla efectivamente en una universidad que ha sabido recoger el legado del ilustre maestro y filósofo indoamericano Antenor Orrego.

A la ceremonia de colación del grado solía seguir, en las universidades medievales, la llamada inceptio, una primera lección que el graduado impartía ante las autoridades, los maestros y los alumnos universitarios para comenzar a ejercer su licentia docendi. Y eso es lo que voy a hacer ahora, ofreciendo algunas reflexiones sobre la cooperación para el desarrollo social, tarea que el colectivo de las universidades reunidas en el CRINORTE está ya llevando a cabo y que piensa seguir enriqueciendo como parte constitutiva de su quehacer universitario y de su responsabilidad social.


Anotación preliminar

Los estudios sobre los orígenes de la cooperación para el desarrollo social suelen remontarse a las acciones que, en las últimas décadas, llevan a cabo tanto los organismos internacionales como los estados, las instituciones, las empresas y las organizaciones no gubernamentales para, por ejemplo, aliviar la pobreza, promover la equidad de género, generalizar la educación básica de calidad, erradicar el trabajo infantil, mejorar las condiciones de salud maternal e infantil, facilitar el empleo, dignificar las condiciones de trabajo, etc. Pero la cooperación social tiene orígenes más profundos, a los voy aquí a referirme, aunque sea brevemente, para darle enjundia o densidad histórico-filosófica a nuestras intenciones y proyectos de cooperación.

De los griegos, particularmente de Aristóteles, aprendimos que el hombre es un “zoon politikon”, un animal social que no se realiza plenamente sino en convivencia con otros seres humanos. Lo social constituye, por tanto, una dimensión fundamental de la vida humana. Este principio lo encontramos igualmente en las religiones, como en la cristiana, enunciado como caridad o amor al próximo, y es recogido por la modernidad bajo el conocido lema de “fraternidad” o solidaridad, que se añade a los de igualdad y libertad. Y ya en la filosofía contemporánea lo hallamos nuevamente, formulado, como lo hace Heidegger, en la expresión “ser-en-el-mundo-con-otros”. Nuestra esencia como persona no es otra cosa que nuestra existencia, y existir consiste esencialmente en ser en el mundo con otros. Dicho de otra manera, el otro es una dimensión del mí mismo, como nosotros mismos somos también una dimensión de la mismidad del otro.

Pero no es necesario recurrir a la filosofía occidental para entender al hombre como un ser social. El carácter social del ser humano se manifiesta en el principio de la reciprocidad andina como minka o participación en actividades que son de provecho para la comunidad (ayllu) y como ayni o ayuda mutua entre miembros de la misma comunidad. Lo mismo podría decirse del postulado ético ama sua, ama llulla, ama quella, que, al prohibir el robo, la mentira y la ociosidad, apela al carácter social de la vida humana y convoca a una convivencia armoniosa y digna entre los pobladores andinos. Recogiendo estas tradiciones, se recurre hoy al principio sumak kawsay  (buen vivir o vida buena) que, al postulado de la convivencia humana digna, añade la dimensión de la relación respetuosa y responsable con la naturaleza.

Lo que quiero decir es que tanto en la tradición occidental como en la andina, la persona es entendida como un ser social, y esta condición del ser humano nos lleva a considerar que solo en lo social se realiza en plenitud la posibilidad humana. Vista desde esta perspectiva, y no desde el individualismo heredado de ciertas tradiciones occidentales, la co-operación no es algo de lo que uno pueda prescindir sino la única manera digna y mutuamente enriquecedora de realizar plenamente la vida humana.

Ya esta manera de aproximarnos a la cooperación nos lleva a considerar que ella supone una interacción de varias personas o de varios colectivos sociales o instituciones con propósitos compartidos, cuyos logros benefician a todos los participantes. Y, así es, efectivamente, como veremos enseguida, en las actuales tendencias de la cooperación internacional, dejándose atrás una época en la que la cooperación era entendida como un camino de dirección única que iba del “donante” al “beneficiario”, en el que los roles desempeñados por uno y otro eran no solo diversos sino verticalmente articulados.  

La cooperación de dirección única.

Aunque sea brevemente, es conveniente recordar que la cooperación de dirección única era tributaria, a veces sin saberlo, de viejas cosmovisiones como aquella que sostiene que la historia humana consiste en el proceso de cambio de un primitivo “estado de naturaleza” a un desarrollado “estado de civilización”. Según esta cosmovisión, las sociedades que habían llegado al “estado de civilización”, llamado después “desarrollo”, eran convocadas, desde una actitud de aparente desprendimiento, a ayudar a enrumbarse por las rutas de ese desarrollo unilineal a aquellas otras sociedades que eran consideradas como aún inmersas en el “estado de naturaleza” o que habían avanzado solo algunos pasos en el camino del desarrollo.      

Lo que generalmente no se tiene en cuenta es que el proceso de globalización -que comenzó con los llamados “descubrimientos”, las conquistas y las colonizaciones y que se expresa hoy en el “sistema mundo”- introduce como variable fundamental del ordenamiento geopolítico y socioeconómico la articulación jerarquizada de diversos modos percepción de la realidad, de producción, de trabajo y de apropiación de sus productos e incluso de construcción de subjetividades (Quijano, Mignolo y otros). Entiendo aquí por “articulación jerarquizada” la supeditación a los intereses centrales del sistema de esas diversas maneras de percibir, producir, acceder a los bienes, etc.. Estos intereses centrales y sus modos de realización evolucionan con el tiempo, y exigen, consiguientemente, que se lleven a cabo procesos de rearticulación para que esas diversidades no se vuelvan disfuncionales al sistema.

Me atrevería a decir que el viejo molde de la cooperación internacional obedecía en medida significativa, aunque sus actores no fuesen conscientes de ello, a esa necesidad de rearticulación de los territorios y poblaciones que o eran disfuncionales o corrían el peligro de convertirse en disfuncionales para el sistema. Había que reenganchar al tren del progreso, aunque fuese en la condición de vagón de carga, a los vagones cuyos eslabones de enganche se estaban debilitando. Y de esta operación se encargaba en buena medida la cooperación, aunque sus operarios hiciesen su trabajo con el mayor de los desprendimientos bajo categorías como “ayuda al desarrollo”, “ayuda humanitaria” o “acciones afirmativas” de inclusión social, categorías todas ellas que colocan a las acciones de cooperación más en el ámbito de la caridad sacralizada y la compasión secularizada que en el de la equidad y la justicia.

No es, por cierto, gratuito que el principio fundamental que presidía era operación fuese el de la inclusión social, principio que sigue estando en la agenda pública sin que advirtamos que incluir significa encerrar al otro en mi propio mundo, haciéndole pasar por un proceso en el que el otro se ve obligado a perder sus propias pertenencias culturales, lingüísticas, de creencias, de modos de vida, etc. para poder ganar la condición de incluido.

La cooperación de doble dirección y multidimensional.

En los últimos lustros, por razones en las que no podemos detenernos ahora, los tradicionalmente llamados “beneficiarios” de la cooperación e incluso las instituciones intermediarias, como las ONG y las propias universidades, han tomado la palabra, y ello, entre otras causas, está convocando a los agentes internacionales a abrirse a nuevas perspectivas que llevan, primero, a una resignificación del concepto mismo de cooperación, segundo, a un reposicionamiento de los participantes en ella y, tercero, a la necesidad de rediseñar las prioridades, estrategias y metodologías de las acciones de cooperación.  

Veamos, aunque sea brevemente, algunos aspectos de este proceso.

Advertimos, en primer lugar, que la categoría de “responsabilidad social” como fundamento de las acciones de cooperación va sustituyendo a las categorías de “ayuda al desarrollo”, “ayuda humanitaria” y “acción afirmativa”. Esta sustitución, aunque sabemos que no es automática, apunta ya a colocar la cooperación en el ámbito de la justicia y la equidad, en la medida en que introduce la dimensión social como componente constitutivo de toda acción humana y, por tanto, remite a las reflexiones que hiciéramos al inicio acerca de la condición esencialmente social del ser humano.

Puesta en el ámbito de la justicia y la equidad, la cooperación deja de ser una acción voluntaria y supererogatoria para convertirse en un deber. Entiendo aquí deber no como lo mandado por una norma positiva, una ley, por ejemplo, sino como aquello que es exigido por nuestra condición de seres esencialmente sociales, condición que, por cierto, afecta no solo a las personas individuales sino a las instituciones. Nadie puede ser plenamente sí mismo sin abrirse a la alteridad, como ninguna institución, y menos una universidad, puede desplegar en plenitud sus potencialidades sin interactuar con su propio entorno.  En la interacción con el otro nos jugamos, tanto las personas como las instituciones, nuestra propia identidad. Por eso la cooperación es un deber, pero un deber que no hay que entender como una carga que nos impone un tercero sino como el único camino que conduce a la plenitud, una plenitud que, por cierto, va acompañada, como condición de posibilidad, de un cierto vaciamiento de uno mismo en el otro. Quien rehúye el vaciamiento se cierra a sí mismo el camino hacia la plenitud.

El concepto de cooperación queda, así, resignificado. La cooperación no es más una acción prescindible sino un componente esencial de la vida de los individuos y de las instituciones.

En segundo lugar, supuesta esta perspectiva, los participantes en la cooperación no pueden ser calificados de “donantes” y “receptores”, sean personas, países o instituciones, sino más bien de “socios”, término que, de una u otra manera, remite a      compañero, amigo, pareja, alguien a quien se le tiene confianza y con quien se va a interactuar en condiciones de equidad. De hecho, en las conferencias y documentos de los organismos internacionales de cooperación, esta nueva terminología se va abriendo paso poco a poco. Ya en el 2001, una publicación sobre cooperación de la Delegación de la Comisión Europea en el Perú llevaba por título Socio más que donante, aunque hay que añadir que  en “Declaración sobre la Eficacia de la Ayuda al Desarrollo” (París, 2005), conocida como la “Declaración de París”,  se habla de “donantes” y  de “países socios”.  Por mi participación en proyectos de la Unión Europa, de las cooperaciones bilaterales de varios países europeos y luego de la OEI, tanto en el Perú como en el mundo árabe, me consta personalmente que la participación de los intervinientes en la condición de “socios” es fundamental para la elaboración de los llamados “memorandos de entendimiento” entre los gobiernos y entre los agentes de la cooperación y en el diseño de los planes operativos de los proyectos concretos de cooperación. Es precisamente esa participación la que asegura la pertinencia de la cooperación, el logro de los objetivos propuestos, la institucionalización de los resultados, la articulación con otros programas e intervenciones, y, en fin, la sostenibilidad de las acciones.
  
La consideración de “países socios” a los antes denominados “receptores” o “beneficiarios” de la cooperación está trayendo como consecuencia natural que estos intervengan en la identificación de las prioridades, estrategias y metodologías de las acciones de cooperación.

Llegamos, así, al tercer tema que quería tratar, el del establecimiento de las prioridades, estrategias y metodologías de la cooperación internacional para el desarrollo social.

Con respecto a las prioridades generales e incluso a las líneas fundamentales de acción, estas han quedado establecidas con la “Declaración del Milenio”, aprobada por los 189 Estados Miembros de las Naciones Unidas en el año 2000, para el 2015. Desde entonces la cooperación se orienta, primero, a construir un mundo mejor, con menos pobreza, hambre y enfermedades, un mundo en el que las madres y los niños tengan más probabilidades de sobrevivir y de recibir educación y donde las mujeres y las niñas cuenten con las mismas oportunidades que los hombres y los niños; segundo, a conseguir un medio ambiente más saludable; y tercero, a incrementar la cooperación y el trabajo conjunto de los países para beneficio de todos. La Declaración establecía los 8 “Objetivos de Desarrollo del Milenio”, que se concretan en 21 metas cuantificables, para cuya medición procesual se cuenta con 60 indicadores.

Es importante conocer estos objetivos y metas porque a ellos se atienen las agencias de cooperación, tanto las bilaterales como las multilaterales, y, por tanto, deben ser tenidos en cuenta cuando diseñamos y formulamos  proyectos de cooperación.

El objetivo 1 se orienta a erradicar la pobreza extrema y el hambre, para lo cual se propone como metas concretas: reducir la pobreza extrema a la mitad, incrementar el empleo productivo y el trabajo decente, y reducir el hambre en el mundo a la mitad.

El objetivo 2 consiste en lograr la enseñanza primaria universal, y tiene como única meta que la enseñanza primaria en el 2015 se haya generalizado totalmente en el mundo.  

Promover la equidad de género y el empoderamiento de la mujer constituye el objetivo 3, que tiene como metas la equidad en la matriculación de niñas en la escuela primaria, el aumento de la proporción de mujeres con empleo remunerado no agrícola e incremento de la representación femenina en los parlamentos nacionales.

El objetivo 4 propone reducir la mortalidad de los niños menores de 5 años, reduciendo en dos tercios la tasa de mortalidad en menores de 5 años que existía antes del año 2000.

Para mejorar la salud materna, objetivo número 5, las metas propuestas son reducir en tres cuartas partes la mortalidad materna e incrementar el acceso a la atención de la salud reproductiva

Combatir el VIH/SIDA, el paludismo y otras enfermedades constituye el objetivo 6, para lo cual se proponen como metas: detener y revertir la propagación del VIH/SIDA y de la tuberculosis.  

Con el objetivo 7, garantizar la sostenibilidad del medio ambiente, se pasa de las preocupaciones sociales a las ambientales. Para el cumplimiento de este objetivo se identifican como metas cuantificables la reversión de la pérdida de bosques, la reducción a la mitad de la proporción de la población sin fuentes mejoradas de agua potable y sin servicios de saneamiento, y mejoramiento de la calidad de vida de los habitantes de tugurios.  

Finalmente, el objetivo 8 se orienta a fomentar una alianza mundial para el desarrollo, con cinco metas específicas: atender las necesidades especiales de los países menos desarrollados, los países sin litoral y los pequeños estados insulares en vías de desarrollo; continuar desarrollando un sistema comercial y financiero abierto, basado en reglas establecidas, predecible y no discriminatorio;  lidiar en forma integral con la deuda externa de los países en vías de desarrollo; en cooperación con las empresas farmacéuticas, proporcionar acceso a medicamentos esenciales en los países en desarrollo a precios asequibles; y hacer accesible, en cooperación con el sector privado, los beneficios de las nuevas tecnologías, especialmente las de la información y las comunicaciones.

Establecidos los 8 objetivos prioritarios y las 21 metas cuantificables con sus 60 indicadores para verificar su cumplimiento, ¿qué estrategias y metodologías utilizar para lograrlos? Con respecto a este punto, la cooperación internacional se ha dotado de un conjunto de instituciones encargadas de hacer el seguimiento y, además, organiza reuniones periódicas para evaluar los resultados y procesar las experiencias acumuladas a fin de corregir y mejorar esas estrategias y metodologías de intervención. Por otra parte, la cooperación internacional promueve que los países mismos creen sus propias instancias de seguimiento y evaluación, e incluso apoya las iniciativas, tanto de los países como de las instituciones intervinientes en la cooperación, para la formación de redes de cooperación, acompañamiento y evaluación. Es, sin duda, loable y esperanzador que ya algunas universidades del CRINORTE estén participando activamente en estas redes.

Advertimos, pues, que con respecto a las estrategias y metodologías no hay una norma establecida e inamovible, sino más bien un permanente diálogo y un intercambio de experiencias entre los socios de la cooperación para conseguir que ella tenga la mayor efectividad posible y alcance los impactos deseados, pero respetando la diversidad de los intervinientes y ateniéndose a las características de sus propios proyectos y  modos de intervención. Es decir, se va abriendo camino una manera de cooperar que, apartándose del verticalismo tradicional entre “donante” y “beneficiario” y de los hábitos asistencialistas, se aproxima, aunque sea lentamente, a un estilo de cooperación regido por el principio de la convivencia digna y mutuamente enriquecedora entre socios.   

Esta tendencia se va poniendo de manifiesto en las reuniones y conferencias internacionales que Naciones Unidas organiza periódicamente para tomarle el pulso al megaprograma de los Objetivos de Desarrollo del Milenio. La primera reunión tuvo lugar en Monterry, México, en 2002, y en ella se llegó al llamado “Consenso de Monterrey”, entre cuyos acuerdos destacan el de incrementar los recursos para el desarrollo y el de la necesidad de reducir la deuda externa. Una segunda reunión tuvo lugar en Roma en 2003, pero probablemente la más significativa, con respecto a las estrategias y metodologías de la cooperación, haya sido la que se desarrolló en París en el 2005, con la participación de 90 países y   27 organismos de asistencia al desarrollo. En ella se llegó a la conocida  “Declaración de París” que condensa en cinco puntos los principios y orientaciones a los que debe atenerse la estrategia de cooperación:

1.      Alineación. Los donantes deben basar su apoyo en las estrategias, instituciones y procedimientos nacionales de desarrollo de los países socios.
2.      Apropiación. Los países socios deben ejercer una autoridad efectiva sobre sus políticas de desarrollo y estrategias y la coordinación de las acciones de desarrollo.
3.      Armonización. Las acciones de los donantes deben ser más armonizadas, transparentes y efectivamente eficaces.
4.      Gestión orientada a resultados. Se requiere administrar los recursos y mejorar la toma de decisiones orientadas a resultados.
5.      Mutua responsabilidad. Tanto los donantes como los socios son actores responsables de los resultados del desarrollo.

La “Declaración de París”, como señala acertadamente Giovanni Bonfiglio en un estudio reciente, marca, así, “un considerable giro histórico en la cooperación internacional, al reconocer explícitamente la necesidad del liderazgo de los países ‘socios-receptores’ en la definición y ejecución de las acciones orientadas al desarrollo.” Los conceptos de “alineación”, “apropiación” y “armonización”, sigue anotando Bonfiglio, han sido claves desde entonces para orientar la cooperación. El Perú se adhirió a la “Declaración de París” en junio de 2006. Esta adhesión obliga al Perú a hacer periódicamente un trabajo de seguimiento y evaluación de las acciones y los logros de los Objetivos de Desarrollo del Milenio.

A estos principios orientadores de las acciones de cooperación se añaden otros elementos prácticos como el enfoque de “apoyo sectorial” y la modalidad de “apoyo financiero”, que no puedo dejar de mencionar aunque no pueda ahora desarrollarlos.  

Promovido por las conferencias internacionales de cooperación, en las que participan todos o casi todos los países, el llamado enfoque de “apoyo sectorial” orienta la cooperación hacia las políticas públicas, alejándose de la vieja tradición de intervención en cotos cerrados y aspectos muy focalizados. Se trata, por tanto, de acciones de amplio alcance, dirigidas al cumplimiento efectivo de las metas establecidas en los Objetivos de Desarrollo del Milenio. Esto no significa que el agente tenga que ser necesariamente el Estado. Lo que el mencionado enfoque exige es que las acciones de cooperación, incluyendo las que ejecutan las universidades, las ONG, las empresas  y otros agentes, estén enmarcadas en las políticas que los Estados, en sus diversos niveles, se proponen desarrollar para el logro de los Objetivos del Milenio. Anotación esta que debe ser tenida en cuenta si queremos que nuestros proyectos universitarios de cooperación encuentren acogida en los organismos bilaterales, multilaterales e incluso internos de apoyo al desarrollo social.

Por otra parte, el enfoque de “apoyo sectorial” supone que los diversos agentes de la cooperación actúan conjuntamente y articulan entre sí sus intervenciones para evitar los vicios de la desarticulación y el paralelismo que se dieron en el pasado. Siguiendo, además, el principio de la “alineación”, el “apoyo sectorial” invita igualmente a que sea el “socio” receptor el que establece las prioridades de intervención y determina qué instancias regulares de la estructura social actuarán como participantes en las acciones de cooperación. Con ello no se persigue re-estatizar la cooperación sino más bien de corregir las debilidades e ineficiencias del antiguo accionar fragmentado y difícilmente institucionalizable de las acciones de cooperación.

No quiero abusar de la licentia docendi que ustedes acaban de otorgarme, así que terminaré con una última anotación sobre la nueva modalidad del “apoyo financiero”. Esta modalidad no desconoce la posibilidad de existencia de otras modalidades, pero, ateniéndose a los mencionados principios de “alineación”, “apropiación” y “armonización”, prefiere canalizar los recursos a través del presupuesto público de los países llamados “receptores”, apuntando a la conveniencia de evitar costos de intermediación, canalizar volúmenes financieros mayores para la cooperación, y asegurar la transparencia y el control de los fondos.  

El “apoyo presupuestal” opera a través de diversos modos, por ejemplo, incrementando de manera global y no específicamente definida el presupuesto público, quedando el Estado en la libertad de emplear esos recursos en lo que crea más urgente, pero comprometiéndose, al mismo tiempo, a invertir luego montos iguales en los sectores priorizados de la cooperación. Otra variante es la orientación de los fondos hacia un sector o subsector de una determinada región, según criterios geográficos de priorización. En unos casos, el apoyo es “directo” al presupuesto, entregándose los fondos integralmente al inicio o por tramos, según los avances debidamente evaluados;  en otros, se constituye una “canasta de fondos” con aportes de varias agencias de cooperación, y finalmente cabe la posibilidad de que se acuerde que sea el Estado el que invierte primero, comprometiéndose el “socio” donante a reponer los fondos invertidos, no sin antes evaluar la eficiencia y la eficacia de la inversión.

No quiero terminar, primero, sin recordar que lo que sustenta las acciones de cooperación es la condición esencialmente social del ser humano y de sus instituciones, y, segundo, sin reiterar mi agradecimiento a la UPAO por la distinción que hoy me ha concedido. 

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