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Lima, Peru
Filósofo e historiador. Nace en España en 1937 y llega al Perú como jesuita en 1957. Formación: humanidades clásicas y literatura, filosofía e historia. Especialización sucesiva: narrativa latinoamericana, filosofía moderna, filosofía de la existencia, historia de la emancipación peruana, pensamiento lukacsiano, historia de la ingeniería peruana y filosofía de la interculturalidad Profesor de la UNI (y rector 1984-89) y otras instituciones académicas en Perú, Budapest, Brasil y Túnez. Autor de 26 libros, 70 colaboraciones en obras colectivas y 150 artículos en revistas. Actualmente dirige el Centro de Historia UNI y es profesor de postgrado en la Universidad Nacional de Ingeniería. Participa activamente en el debate intelectual peruano desde la sociología de la literatura, el marxismo lukacsiano, las perspectivas postmodernas y la filosofía de la interculturalidad. En su libro "Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna" propone, como horizonte utópico de la actualidad, la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades que enriquecen a la sociedad peruana. Contacto: jilopezsoria@gmail.com

11 abr 2012

Educación y trabajo infantil desde en América Latina

José Ignacio López Soria

Ponencia sostenida en el Primer encuentro internacional Proniño de Educación y  Erradicación del Trabajo Infantil, organizado por la Fundación Telefónica y Movistar, en  Quito el 26 y 27 de septiembre de 2006.

Introducción

Característico de la filosofía, comenzaré diciendo para justificar las reflexiones que siguen, es sembrar la duda con respecto a las creencias supuestamente fundadas y a los discursos imperantes. En Occidente, este carácter de la filosofía nos viene del thaumasein (admirarse) de los griegos -que permitió la distinción entre mito y ciencia-, pasa por la “duda metódica” de Descartes -que contribuyó al surgimiento de la sociedad moderna- y se expresa hoy en perplejidad, una actitud que alimenta la deconstrucción de los saberes establecidos, la sospecha de fundamentalismo ante todo saber que se cree debidamente fundado, y la apertura al diálogo como condición de posibilidad de una comunicación libre de violencia.

Mi primera anotación crítica se refiere al título mismo de mi ponencia. Como podrán advertir, el título de mi intervención “Para una visión estratégica de la educación en América Latina en relación con el trabajo infantil” no coincide exactamente con el que figura en el programa “Una visión estratégica de la educación en América Latina frente al trabajo infantil”.

El cambio de “Para una visión …” en lugar de “Una visión …” es obvio por sí mismo. No pretendo con mi intervención presentar una visión estratégica de la relación educación/trabajo infantil, sino sólo dejar apuntadas algunas ideas para alimentar debates que pudiesen llevarnos al diseño de estrategias al respecto.

La segunda modificación es un tanto más sustantiva. He cambiado “frente al trabajo infantil” por “en relación con el trabajo infantil”. Y lo he hecho porque la primera expresión sugiere que educación y trabajo infantil son o deberían ser incompatibles y, consiguientemente, introduce, desde el inicio de la reflexión, una oposición entre educación y trabajo de la que pueden derivarse consecuencias lamentables. Discutiré este tema más adelante.

Soy consciente, por otra parte, de que el tema del trabajo infantil es abordable desde muchos ángulos porque, tanto en la constitución como en el desarrollo de lo que entendemos por “trabajo infantil”, intervienen múltiples variables. Respondiendo a lo solicitado por los organizadores, miraré este tema desde la educación, pero tendré en cuenta que, especialmente en el mundo iberoamericano, no se puede, y tal vez no se deba, entender la educación misma ni el trabajo infantil desde una perspectiva homogeneizadora.





Mi reflexión estará orientada a responder a una única pregunta: ¿Qué relación convendría que hubiese, si alguna, entre educación y trabajo infantil? En el proceso de respuesta a esta pregunta iré dejando ideas para una estrategia que permita ir mejorando la relación, frecuentemente perversa, que existe actualmente.

Aclaraciones iniciales

Comenzaré haciendo algunas anotaciones teóricas, quizá por el prejuicio filosófico, aprendido de Federico Nietzsche, de que no hay nada más práctico que una buena teoría.

Aunque sean verdades de Perogrullo, es preciso tener en cuenta, primero, que entre educación y trabajo no hay, en principio, contradicción, y, segundo, que el concepto “educación escolarizada” es un subconjunto del concepto “educación”.

La dicotomía entre educación y trabajo y especialmente la reducción de la educación a aquella que se imparte formalmente a través de la escuela son fenómenos directamente ligados al proyecto moderno. La modernidad se caracteriza por la racionalización tanto de la cultura como de los subsistemas sociales, lo cual trae evidentemente consecuencias para la vida cotidiana. Componentes fundamentales de los modernos procesos de racionalización son tanto la laicización de la cultura y autonomización de sus esferas como la constitución de subsistemas sociales entendidos como dominios separados con reducida interacción entre ellos.

Nuestro problema, el de la relación entre educación y trabajo infantil, se sitúa preferentemente en este segundo nivel del proyecto moderno, el relativo a los subsistemas sociales, por eso voy a centrar mi atención en él, aunque sé que la praxis que se desarrolla en estos subsistemas influye en las percepciones, constituciones jurídicas, valoraciones éticas y representaciones simbólicas que constituyen la cultura de un terminado pueblo.

En las sociedades premodernas, educación y trabajo no siempre estaban desligados y el concepto de educación no se identificaba únicamente con la escolarizada. El desligamiento entre educación y trabajo, como etapas claramente diferenciadas, y la desacreditación de la educación no escolarizada son fenómenos típicos de la modernidad, que guardan relación con el proceso de sistematización racional de los saberes, la constitución de las disciplinas, el diseño preciso de los perfiles profesionales, la reglamentación de la profesión docente, la expansión de la cobertura escolar, la generalización de la escrituralidad, etc.. Todo lo cual, como podemos imaginar, va de la mano, aunque no necesariamente al mismo ritmo, con la industrialización, la división social del trabajo, la urbanización, la extensión de los derechos ciudadanos, la burocratización de los Estados, la profesionalización de los sistemas de seguridad, etc.

Al quedar incorporado el trabajo esencialmente al subsistema productivo y de servicios, y la educación al subsistema escolar se facilitó el divorcio entre educación y trabajo, y este divorcio se fue convirtiendo en una norma o idea regulativa con respecto a la organización racional de la sociedad. El trabajo fue siendo desestimado como contexto de aprendizaje y, por su parte, los procesos de aprendizaje se distanciaron del trabajo.

Desde entonces, en las sociedades modernas hay espacios para trabajar y espacios para estudiar, como hay tiempos para laborar y tiempos para formarse. Es cierto que, en la realidad, estas divisiones no son rígidas, pero también es cierto que la separación opera como idea regulativa y que, si no se da realmente, es, al menos, un componente del horizonte de expectativas.

Conscientes de que este divorcio genera dificultades, tanto el subsistema productivo y de servicios como el formativo vienen tratando, especialmente en los últimos decenios, de encontrar pasarelas y sinergias entre ellos, en un caso, incorporando prácticas formativas en los entornos laborales y valorando las competencias adquiridas en ellos, y, en el otro, asumiendo el hacer práctico como medio de aprendizaje desde la infancia hasta las especializaciones profesionales. Desde el punto de vista meramente pedagógico, para el caso de la infancia, poco importa que ese hacer práctico sea considerado trabajo, como ocurre frecuentemente en el ámbito rural, o juego, como pasa en el ámbito urbano.

De las reflexiones anteriores es fácil deducir que el concepto educación se aplique sólo a la educación escolarizada y que, consiguientemente, la desescolarizada quede desacreditada tanto en la conciencia pública como en los sistemas de certificación formal de los aprendizajes. Esta reducción practicada en el concepto de educación trae muy serias consecuencias. Por un lado, la formación desescolarizada se traduce en desventajas para la inserción laboral y, por otro, la educación formal, especialmente la que se desarrolla en el medio rural, encuentra dificultades para incorporar al proceso de aprendizaje las destrezas acumuladas (linguísticas, vivenciales, perceptivas, simbólicas, etc.) de los educandos. Se acentúa así el divorcio entre educación y vida cotidiana. Este divorcio se convierte en trágico cuando la educación formal es impartida, como ocurre con demasiada frecuencia en nuestros países, en una lengua diversa a la de la vida cotidiana del educando, y con recursos pedagógicos (perceptivos, simbólicos y prácticos) no relacionados con el entorno cultural de los escolares.

Es sabido que se está tratando de mirar este problema por fuera de la categoría de homogeneidad, que ha caracterizado a los sistemas de educación, y que hay ya avances significativos en alternativas como la Educacion Bilingüe Intercultural. Aunque sea lentamente, se va abriendo paso, para mirar la educación, la categoría de heterogeneidad, y no sólo por razones teóricas que vienen de la tradición hermenéutica y del pensar iberoamericano de los últimos lustros, sino porque, además y principalmente, se está produciendo una “liberación de las diferencias” o “toma de la palabra por las diversidades”. Este último fenómeno está obligando a los sistemas educativos no propiamente a tener en cuenta el contexto para que la homogenización sea más eficaz, sino a incorporar elementos de él en el proceso de aprendizaje e incluso a extender el concepto de educación más allá de los linderos de la educación formal.

No se piense, sin embargo, que si se mira la educación desde la heterogeneidad se cierra el camino para pensar estrategias que puedan dialogar entre sí y enriquecerse mutuamente. Lo único que se busca es que las politicas y estrategias no se diseñen desde valores, parámetros y procedimientos supuestamente universales, sino desde las realidades en las que hay que aplicarlas, pero haciéndolo, como nos exige la actualidad intercultural en la nos movemos, desde una manifiesta voluntad de encuentro que, sobrepasando la tolerancia, apunte a que podamos vivir gozosamente juntos siendo y reconociéndonos diferentes.
Lo que quiero decir con estas reflexiones previas es que van cambiando las prácticas, percepciones y valoraciones que nos vienen de la sociedad industrial con respecto a la rígida oposición entre educación y trabajo y entre educación escolarizada y no escolarizada. Se va entendiendo que estos términos, supuestamente antitéticos, son susceptibles de ser complementarios y hasta simultáneos.

Es evidente que debajo de las políticas de “erradicación” (arrancar de raíz) del trabajo infantil hay, motivaciones relacionadas con el imprescindible respecto de los derechos de los niños y niñas y la ineludible obligación de atajar los abusos de los adultos, en lo que evidentemente el consenso es generalizado. Pero creo que es importante caer en la cuenta de que este consenso se construye en un contexto atravesado por una visión dicotómica y hasta contradictoria entre educación y trabajo y entre educación escolarizada y no escolarizada. Ese contexto es el propio del mundo urbano, lo cual no es raro. Como se sabe, la ciudad es, en el proyecto moderno, la forma preferida de poblamiento y ocupación del territorio, el centro de las instituciones clave de la gestión macrosocial, y el lugar en el que se desarrollan los factores dinamizadores de la modernización (industria, mercado, servicios, etc.).

Apuntamientos estratégicos

A partir de estas breves anotaciones teóricas, que tendrían que ampliarse para discutir, entre otras, las nociones precisas de trabajo y empleo, de goce y ejercicio de un derecho, y de valoración y crítica del trabajo infantil2, me voy a permitir sugerir algunas ideas que habría que tener en cuenta en el diseño de estrategias para abordar la relación entre educación y trabajo infantil. Mis sugerencias se referirán, primero, al trabajo y, luego, a la educación, aunque soy consciente de que los dos ángulos del problema guardan entre sí múltiples relaciones.

Con respecto al trabajo

1. Pienso que una estrategia adecuada para abordar la relación entre educación y trabajo infantil debe comenzar afirmando, como lo recuerda acertadamente Cussiánovich, que el trabajo dignifica a la persona, contribuye a su humanización, independientemente de la edad aunque no de las condiciones en que se realiza. Las condiciones tienen que ser tales que el ejercicio del trabajo facilite y no impida el desarrollo de la potencialidad humanizadora del trabajo.

2. Cuando se parte del a priori de la nocividad atribuida al trabajo infantil, sin distinguir adecuadamente entre trabajo y condiciones laborales, es lógico que, cuando éstas son inhumanas, se desemboque en la erradicación. Y la unión de estos dos términos lleva no sólo a luchar contra el trabajo infantil sino a minusvalorar a quien lo realiza. Esta minusvaloración social del trabajador infantil repercute naturalmente en su autocomprensión (identidad, autoestima, etc. ) porque, como bien sabemos, una persona, desde su infancia, construye su identidad y su autoestima en comunicación con otros, desde la comunicación cotidiana hasta la identidad que la sociedad le atribuye. De esta premisa se deduce que la estrategia debe incorporar la estima, y no la compasión (1), del trabajador infantil para que se desarrolle en él la debida autoestima y el trabajo pueda ser visto como fuente de humanización y de formación de ciudadanía.

3. Si se parte de la estima del trabajador infantil es lógico que la opinión de los niños, niñas y adolescentes trabajadores sea tenida en cuenta y que, por tanto, se los convoque para que participen, en la medida de sus capacidades, en el diseño de las estrategias para abordar este problema.

4. Hemos dicho arriba que no es el trabajo lo que deshumaniza sino las condiciones en que éste se realiza. Las condiciones idóneas, las que contribuyen a que el trabajo sea una fuente de humanización, no pueden definirse abstractamente sino en relación con los contextos específicos y formas diversas de la convivencia humana. Esto significa para la estrategia que ésta debe estar dirigida a asegurar la idoneidad de esas condiciones, teniendo sin embargo muy en cuenta que tanto las condiciones dignas como los caminos para la humanización son muy variados, dependiendo, por ejemplo, de las culturas y formas de vida, de las diversas relaciones con el entorno natural, etc. Cuando me refiero a que hay diversidad en cuanto a las condiciones dignas del trabajo infantil es posible que coincidan conmigo aquellos que no parten del a priori de la nocividad de todo trabajo infantil. Sin embargo, es probable que la idea de que hay diversos caminos de humanización despierte ciertas sospechas. Estas sospechas se fundamentan en una tradición que, cuando se trata de definir al individuo, nos tiene acostumbrados a privilegiar su pertenencia a la especie humana, entendida ésta en términos de racionalidad y autonomía., lo que naturalmente trae como consecuencia el despojo a los individuos de sus pertenencias culturales. Lo que quiero decir es que el individuo no se da en abstracto sino en contextos culturales desde los cuales se desarrollan las potencialidades humanas. Pensar los procesos de humanización desde esos contextos se hace, pues, imprescindible para una estrategia diversifica de abordaje de la relación educación/trabajo.

5. No es infrecuente que las reflexiones sobre el problema del trabajo infantil privilegien el conocimiento de los datos de la situación dada, sea a través de la información estadística o de la descripción de las condiciones inhumanas en que dicho trabajo suele darse. Una estrategia adecuada de abordaje del problema debería preguntarse por las causas inmediatas y remotas que originan esa situación. Es vidente que muchas de esas causas son perversas. Entre ellas, unas se refieren a las relaciones entre el trabajador y el empleador (reducción del costo de la fuerza de trabajo, disminución del peligro de la sindicalización, facilitación del carácter informal de la relación, sometimiento a condiciones laborales que superan la capacidad física o psíquica del niño trabajador, desprotección de seguros sociales, chantajes y abusos sexuales, etc …); otras a la relación del empleador con la sociedad y el Estado (burlar impuestos, establecer redes ilegales de aprovisionamiento de insumos y equipos, sostener circuitos informales de distribución y venta de productos, etc.); y hay, finalmente, otras como las frecuentemente injustas relaciones entre ciudad y campo, la distribución internacional del trabajo, el desplazamiento hacia los países pobres de las industrias contaminantes, la imposición de condiciones abusivas de los tenedores del capital, la desigualdad en las condiciones del comercio internacional, la frecuente disfuncionalidad de las inversiones en relación con la satisfacción de las necesidades de las poblaciones circunvecinas, etc. La suma de esas causas, especialmente de la última, contribuye muy eficazmente a la constitución de entornos de pobreza en los que el trabajo infantil se convierte en una obligada forma de sobrevivencia.

Tenemos que reconocer, aunque nos duela, que buena parte de los esfuerzos por erradicar el trabajo infantil proviene precisamente de aquellas sociedades que más contribuyen a generarlo. Y esto no debería parecernos raro si tuviéramos en cuenta que el proyecto de la modernidad, que subyace a la moderna comprensión del trabajo, es portador, desde el inicio, de dos racionalidades contrapuestas: una, la de emancipación, que busca el despliegue pleno de la posibilidad humana partiendo del principio de que la persona es un fin en sí misma y no un medio, y que se empeña en constituir sociedades que hagan posible ese despliegue y se atengan a consensos construidos en contextos libres de violencia; y otra, la de instrumentalización, llamada “razón instrumental”, que reduce al hombre a la condición de medio para conseguir fines, practica el “principio” de que el fin justifica los medios, pone su objetivo único en el incremento de la ganancia, etc.

Considero, por tanto, que un componente esencial de la estrategia que buscamos es partir del análisis de las causas que generan el trabajo infantil, tratando, además, de eliminar las éticamente inaceptables. Mientras esto no se haga, incluso las acciones de erradicación no servirán sino para mitigar los efectos, dejando intactas las causas.

6. Pero no todas las causas del trabajo infantil son perversas. Si partimos de la concepción de que el trabajo tiene una potencialidad humanizadora y que esa potencialidad se desarrolla en contextos diversos, podremos fácilmente entender que, en determinados contextos, el trabajo infantil obedezca a causas que son éticamente aceptables, lo cual por cierto no exime de la obligación de que ese trabajo se desarrolle en condiciones humanizadoras. Ocurre esto, especialmente, en contextos culturales y sociales en los que el trabajo de los niños es una vía, a veces única, para el aprendizaje porque necesitan desarrollar competencias (conocimientos, habilidades y actitudes) que los preparen para su adecuado desempeño (laboral, cultural, etc.) como adultos. En este caso hipotético, la causa del trabajo infantil es la necesidad del propio niño de apropiarse de la cultura de su comunidad y de desarrollar competencias motrices, psíquicas, perceptivas, simbólicas, etc. relacionadas con su contexto.

Que ese trabajo del niño redunde o no en rentabilidad para él o su familia es otro asunto. Aunque la rentabilidad no es éticamente repudiable, lo importante en este caso es que el trabajo del niño se asuma como medio para el despliegue de sus potencialidades humanas, es decir que la centralidad del trabajo sea el niño y no la rentabilidad. Cuando yo pido a mi nieto, un niño urbano, que deje de jugar para ayudarme a sembrar ají, tomate, plantas aromáticas o árboles frutales en mi jardín, evidentemente está trabajando y ese trabajo tiene una rentabilidad, pero lo central no es la rentabilidad sino el acercamiento a la naturaleza por parte del niño, la apropiación de conocimientos, destrezas y actitudes que le preparen para la vida adulta, y el despliegue de potencialidades físicas y psíquicas que no desarrolla en la escuela.

Es importante, por eso, para una adecuada estrategia de la relación educación/trabajo, considerar que hay causas dignas del trabajo infantil, siempre y cuando ese trabajo se realice en condiciones en las que el niño mismo es la centralidad del trabajo que desarrolla.




7. A partir de las consideraciones anteriores es necesario matizar el ejercicio de la crítica del trabajo infantil. El trabajo infantil es simplemente inadmisible cuando obedece a causas éticamente inaceptables o se desarrolla en condiciones que obstaculizan o impiden el despliegue de las potencialidades humanas del niño. Pero esa inadmisibilidad no debe llevar ni a la falta de respecto por el niño trabajador ni al repudio de todo tipo de trabajo infantil. Por eso hay que mirar con cautela las estrategias y políticas que se proponen como objetivo la “erradicación”, sin condiciones, del trabajo infantil, incluso independientemente de la eficacia o ineficacia de las acciones de erradicación. Esta aparente morigeración de la crítica no debe, sin embargo, entenderse como permisibilidad frente al abuso del trabajo infantil.

La estrategia, por tanto, debe estar acompañada de una permanente vigilancia crítica que haga posible erradicar efectivamente el abuso sin perjuicio del infante y sin pasar por encima del contexto societal en el que el niño se desenvuelve.

Con respecto a la educación

1. Lo primero que hay que tener bien presente e incorporar en las estrategias de abordaje de la relación educación/trabajo infantil es que la educación es un derecho de las personas y de las sociedades, y como derecho implica obligaciones para el individuo y para la sociedad. Entendemos aquí por educación una de calidad y pertinente, es decir una educación que facilite al educando su despliegue pleno como individuo y como miembro de un cuerpo social, y que facilite el desarrollo de los contextos societales.

2. El derecho a la educación no flota en el aire. Se realiza en tiempos concretos y en comunidades históricas y, por tanto, su contenido y los medios para su cumplimiento tienen que tener en cuenta las características de los tiempos y las especificidades de las comunidades humanas.

La necesidad de sujetarse a las características de la época parece obvia y, por eso, no me detendré en ella. Sin embargo, a juzgar por la práctica, no parece tan obvio que el derecho a la educación comporte la obligación de atenerse a las peculiaridades del entorno social. De hecho, en nuestros países, es frecuente que se entienda la educación como un medio para embarcar a los educandos en un proceso de homogeneización, exigido tradicionalmente por los Estados-nación y hoy, además, por la globalización. Se recurre para ello a un patrón educativo que desconoce las diversidades y facilita, por cierto, al estudiante la incorporación a la sociedad dominante pero al enorme costo de tener que renunciar a sus pertenencias culturales y a las experiencias acumuladas en la vida cotidiana. Cuando a esto se añade, como ocurre con demasiada frecuencia, que la educación es impartida en una lengua que no es la del entorno familiar y cotidiano del educando, el distanciamiento entre educación y vida cotidiana es tal que contribuye en enorme medida al abandono escolar y, por tanto, engrosa el contingente de niños trabajadores.

Una adecuada estrategia sobre el tema que nos ocupa debería, pues, tomarse en serio la exigencia de que la educación sea pertinente, comenzando por el dificultoso asunto de la lengua en la que la educación se imparte.

3. Establecido el derecho y reconocida la obligación que él conlleva, la exigibilidad de una educación de calidad y pertinente fluye por sí misma (2). Por eso, la estrategia que buscamos debería incorporar la exigibilidad del derecho a la educación, y puede hacerlo a través de la concienciación de los educandos y sus familias, una legislación pertinente, la elaboración de metodologías y técnicas para ello, la judicialización del incumplimiento, etc.

Si se generalizase la conciencia de la exigibilidad de este derecho y se dispusiese de instrumentos idóneos para exigirlo, probablemente no sólo se reduciría el trabajo infantil sino que se mejorarían las relaciones entre educación y trabajo infantil.

4. Frente a la educacion formal (escolarizada, reglada, certificada y abierta hacia etapas superiores), las otras formas de aprendizaje son como parientes pobres que tienen poca cabida, si alguna, en los sistemas oficiales de educacion. Esta situación contribuye no sólo a formar ciudadanos de diversas clases y a mermar la autoestima de quienes no llegan o abandonan el sistema formal, sino que, de alguna manera, allana el camino hacia el trabajo infantil y provee a estos trabajadores de menores herramientas para defender sus derechos. No es raro, por eso, que quienes abusan del trabajo infantil recurran a estos sectores sociales para proveerse de mano de obra.

Tengo para mí que la estrategia que buscamos debería poner sus miras en una mejor articulación de las diversas formas de aprendizaje, así como en la estima de aquellas que están fuera del sistema formal. Considero, además, que, en general, todas las formas de educación deberían valorar los saberes y experiencias de los educandos e incorporarlos al proceso de aprendizaje. De esta manera, por ejemplo, aquellos niños que, de hecho, trabajan no sólo mejorarían su autoestima sino que verían facilitado el proceso mismo de aprendizaje y, consiguientemente, estarían más capacitados exigir el cumplimiento de sus derechos.

5. Otro elemento estratégico para mejorar la relación educación/trabajo infantil es diferenciar, en la medida de lo necesario, la educación urbana de la rural, no por cierto en términos de calidad pero sí de pertinencia. Si la educación rural fuese realmente pertinente a su entorno, es muy probable que aumentase la escolaridad y disminuyese la deserción, lo que evidentemente contribuiría tanto a reducir el trabajo infantil cuanto a establecer formas virtuosas de relación entre educación y trabajo.

6. Los conocedores del mundo rural subrayan que, en este medio, la madre ocupa un lugar preeminente en la educación de sus hijos. Las estrategias para abordar el problema del trabajo infantil deberían, por eso, enfatizar el trabajo formativo con las madres de familia. Esto les permitiría a ellas no sólo estar más capacitadas para educar a sus hijos sino para mejorar sus ingresos, organizarse con fines educativos y exigir el cumplimiento del derecho a una educación de calidad y pertinente para los niños rurales.

Anotación final

Sería una osadía de mi parte pretender derivar de las reflexiones anteriores un conjunto articulado de recomendaciones concretas para diseñar una estrategia que permita abordar en la práctica el tema de la relación entre educación y trabajo infantil. Los expertos en diseñar esas estrategias necesitan información precisa sobre la realidad, que yo he obviado en esta presentación, y necesitan, además, atenerse a las recomendaciones que vienen de los foros internacionales. Por eso no me atrevo a formular conclusiones. Me basta con insistir en que lo único que pretendí fue alimentar el debate sobre el tema desde una perspectiva teórica y ética un tanto lejana de aquellas posiciones que piensan la estrategia con las miras puestas únicamente en la erradicación del trabajo infantil. Evidentemente en este campo importan las prácticas y las informaciones estadísticas, como importan los propósitos y agendas que se formulan en los espacios internacionales, pero creo que la discusión del marco teórico es igualmente importante para pensar y formular estrategias de nuestra praxis social.


(1) Ver a este respecto: Cussiánovich Villarán, Alejandro. Algunas premisas para la reflexión y las prácticas con niños y adolescentes trabajadores. Lima: Rädda Barnen, 2ª. Ed. 1997. Algunas de mis sugerencias están recogidas o inspiradas en este libro, cuya lectura atenta recomiendo a quienes tengan que diseñar políticas sobre el tema que nos ocupa.
(2)Para un mayor desarrollo del tema de la exigibilidad del derecho a la educación ver: Helfer, Gloria et  alii. Exigimos calidad. El estudiante, sujeto de derecho. Lima:Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2006.

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