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Lima, Peru
Filósofo e historiador. Nace en España en 1937 y llega al Perú como jesuita en 1957. Formación: humanidades clásicas y literatura, filosofía e historia. Especialización sucesiva: narrativa latinoamericana, filosofía moderna, filosofía de la existencia, historia de la emancipación peruana, pensamiento lukacsiano, historia de la ingeniería peruana y filosofía de la interculturalidad Profesor de la UNI (y rector 1984-89) y otras instituciones académicas en Perú, Budapest, Brasil y Túnez. Autor de 26 libros, 70 colaboraciones en obras colectivas y 150 artículos en revistas. Actualmente dirige el Centro de Historia UNI y es profesor de postgrado en la Universidad Nacional de Ingeniería. Participa activamente en el debate intelectual peruano desde la sociología de la literatura, el marxismo lukacsiano, las perspectivas postmodernas y la filosofía de la interculturalidad. En su libro "Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna" propone, como horizonte utópico de la actualidad, la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades que enriquecen a la sociedad peruana. Contacto: jilopezsoria@gmail.com

12 abr 2012

Globalización e identidades culturales


José Ignacio López Soria

Conferencia en el simposio: Filosofía y globalización. Instituto Superior de Estudios Teológicos Juan XXIII – ISET. 26/05/2010

1. Introducción

Antes de abordar el tema que se me ha propuesto, “Globalización e identidades culturales”, voy a dejar sueltas algunas anotaciones preliminares.

Relacionar, como se hace en este evento, filosofía y globalización es poner a la filosofía en las actuales condiciones de existencia y convocarla a que las piense, porque pensar es lo que caracteriza a la filosofía. Y no hay nada que más merezca que pensemos que nuestras propias condiciones de existencia, pues al pensarlas nos estamos pensando a nosotros mismos como seres en el mundo y, por tanto, buscando respuestas a  las preguntas existenciales básicas: de dónde venimos, quiénes somos, qué nos proponemos ser, qué debemos hacer, qué podemos creer, a qué valores tenemos que atenernos, cómo hacemos la experiencia de la verdad, el bien y la belleza, y cómo tenemos que organizar la convivencia humana para que ésta sea digna, enriquecedora y gozosa.

La filosofía se pone en el camino del pensamiento cuando, desde la actualidad de la que no puede escapar, aborda estas preguntas en relación con las tres dimensiones de lo que hay o las tres maneras de darse del ser: lo humano y su historia, lo natural y lo trascendente.

A mí se me ha pedido proponer una reflexión sobre la primera de estas dimensiones, y a ello me voy a dedicar, pero no podré hacerlo sin aludir a las otras dos porque también ellas son componentes de la actualidad globalizada.

Lo que sostengo a este respecto, aunque no lo desarrollaré aquí, es que entre estas dimensiones del ser –como historia humana, como naturaleza y como lo sagrado o trascendente- hay una relación de co-pertenencia, relación que el hombre ha entendido y entiende de diversas maneras..

Para centrarme en el tema, me ocuparé, en primer lugar, de la globalización y me detendré, luego, en la construcción actual de la subjetividad reflexionando sobre las identidades culturales.

2. Sobre la globalización

Voy a entender aquí por globalización la consumación de un conjunto de procesos que nos están llevando, tendencialmente a todos, a tener lo global como marco de referencia en cada vez más aspectos de la vida individual y colectiva. Este proceso se ha acelerado en los últimos tiempos como consecuencia -anota Manuel Castells (El País, 18/02/2003)- de los flujos globales de capital, tecnología e información, flujos que consisten en operaciones realizadas en el ámbito planetario y en tiempo real. Así, el espacio y el tiempo, dos componentes fundamentales de la vida humana, se han vuelto más abstractos, más separados de la vida cotidiana de cada uno de nosotros, al desbordar los márgenes de los estados-nación, dentro de los cuales definíamos nuestra identidad.   

Esta aproximación al fenómeno de la globalización sugiere, en primer lugar, que la globalización es la consumación o fruto último de una historia que nos viene de antiguo. No podremos aquí detenernos en los inicios y en cada uno de los pasos de esa historia, pero es preciso decir algo sobre ellos para pensar la globalización como evento  o manera darse en la actualidad del patrón civilizacional preanunciado en las tradiciones greco-romana y judeo cristiana, inaugurado con las conquistas y colonizaciones, formalizado en el proyecto ilustrado de la modernidad, y llevado al límite con la globalización. Se trata, en segundo lugar, de procesos, en plural, que convergen entre sí aunque no siempre armónicamente. El más visible de esos procesos es el comercial -la lógica del mercado globalizado atraviesa todas las fronteras-, pero no menos importante, aunque casi invisibilizado, es el proceso de construcción de subjetividades y de atribución de identidades funcionales al sistema. Finalmente, la definición propuesta de globalización alude al hecho de que son cada vez más los aspectos de la vida, individual y colectivamente considerada, en los que tenemos que asumir el globo como marco proveedor de sentido.

2.1 La globalización y la historia

Al hablar de la globalización no podemos soslayar que ella es fruto de ese mencionado patrón civilizacional que nos viene de muy antiguo y cuyos momentos y características más significativos nos son de sobra conocidos. Me referiré aquí concisa y simultáneamente a ambos, pero sin la pretensión de agotarlos. 

Desde la perspectiva occidental, la globalización comienza a gestarse cuando dos tradiciones, la greco-romana y la judeo-cristiana, se encuentran para construir los cimientos de la civilización occidental. Ambas tradiciones son portadoras, cada una a su manera, del principio universalidad: una, la greco-romana, como racionalidad liberadora frente a los instintos y al mito y como gestión macro territorial de civilización frente a la barbarie, y otra, la judeo-cristiana, como representante elegida y conductora de la historia de la salvación frente a la idolatría y la gentilidad. Este encuentro primordial entre lo humano y lo sagrado en el ámbito de una autoatribuida universalidad y dentro de un determinado territorio, el europeo, lleva implícitas, al menos, tres consecuencias de enorme trascendencia para la historia de la humanidad: i) la centralidad de Europa y su cosmovisión; ii) el autoconvencimiento de que la naciente civilización occidental está llamada (tiene el derecho y la obligación) a extender su cosmovisión al resto del mundo; y iii)  la definición a priori del otro como lo contrario de lo que uno mismo es. Y, así, los otros mundos comenzaron a ser considerados como subalternos o satélites, sus culturas disminuidas y sus pobladores identificados como bárbaros o  incivilizados, infieles o gentiles. Nace, de esta manera, el convencimiento de la “misión civilizadora o salvadora” de Occidente, de la que, como veremos, la globalización es su expresión actual, ahora ya secularizada y atravesada por la racionalidad instrumental.

Un segundo momento de este proceso –momento al que algunos estudiosos consideran como el inicio del proyecto moderno- es la expansión europea a través de los “descubrimientos”, las conquistas y las colonizaciones. La llamada misión civilizadora y salvífica se desarrolla ahora a través, principalmente, de las siguientes estrategias: i) el sostenimiento y fortalecimiento  de la centralidad de la Europa occidental por medio de la conversión en periferias de los territorios conquistados (poder político); ii) el control y articulación de las diversas formas del trabajo (esclavizado, servil, asalariado) y la apropiación y distribución de sus productos, lo que permite poner las bases del capitalismo (poder económico); iii) la invención y aplicación de códigos raciales y étnicos como instrumentos para atribuir identidad y clasificar a individuos y pueblos (poder social y subjetivo); iv) la explotación de la naturaleza y sus recursos en función de las necesidades de las metrópolis (poder sobre la naturaleza); v) la imposición a los pueblos conquistados de la cosmovisión europea y sus cánones epistémicos, axiológicos, éticos, religiosos y simbólicos (poder simbólico).

El recurso a la violencia (física, epistémica, psíquica, territorial, fiducial, etc.) es, sin duda, el denominador común de estas estrategias, aunque sabemos bien que entre ellas había frecuentemente contradicciones insalvables. Ejemplo paradigmático de estas contradicciones es la defensa del indígena que, desde la creencia religiosa, hace Bartolomé de las Casas contra los argumentos de los juristas en Valladolid y contra la sobreexplotación por parte de los encomenderos. En el marco de estas contradicciones surge, como es sabido, el derecho de gentes o derecho internacional (Vitoria, Suárez) que descubre la alteridad y le atribuye derechos y deberes. 

Puede decirse, en consecuencia, que en este segundo momento aparecen ya signos de una globalización en formación que se caracteriza por el encuentro, no exento de conflictos, entre dos lógicas contrapuestas: una de dominación y violencia, que pone por encima de todo la “sacra auri et gloriae fames”, y otra de reglamentación o racionalización de la convivencia y de las relaciones sociales, que, en algo, apunta a la liberación. Desde estas dos lógicas se piensan la historia, la naturaleza y lo sagrado: la historia como tiempo para ganar dinero y honor o como oportunidad para merecer la salvación; la naturaleza como lugar explotable sin orden ni concierto o como albergue que hay que cultivar con prudencia y esmero; y lo sagrado como fuente de legitimación de la violencia o como freno de ambiciones o llamado a la obra buena.     

El tercer momento de esta historia está constituido por la revolución industrial, la Ilustración y la constitución de los estados-nación. Nos ubicamos en una época que va del siglo XVIII al XX, en la cual se formula, ahora ya explícitamente, y se ejecuta el proyecto de la modernidad. Sabemos que este proyecto está atravesado por un principio, el de la racionalidad, desde el que se constituyen: i) las esferas de la cultura (la esfera de la objetividad o el mundo de la ciencia, la esfera de la legitimidad o mundo de la normas, y la esfera de la representación simbólica o mundo del arte y del lenguaje); ii) los subsistemas sociales (la escuela y la academia para el aprendizaje y la creación de conocimientos, la democracia representativa para la gestión de la convivencia, el ejército permanente y la estructuras judiciales para la seguridad y el uso legal de la violencia, la industria para la producción de bienes y servicios, el mercado para el intercambio, etc.); iii) la vida cotidiana o mundo de la vida (en el que se define la identidad por la interpelación a los individuos como ciudadanos o por la ubicación en el ámbito profesional y del trabajo).   

Para nuestro propósito, pensar la identidad en el ámbito de la globalización, interesa especialmente caer en la cuenta de que ese mismo patrón civilizacional se caracteriza, en este tercer momento, por: un logocentrismo que cosifica toda otra realidad convirtiéndola en objeto de conocimiento o de deseo, y que, por otra parte, deja en el olvido las dimensiones no racionales del ser humano; un monologismo que resulta de la importancia excesiva prestada al sujeto individual; una atribución de validez universal a la propuesta ilustrada relacionada con los valores, las nociones de verdad, bien y belleza, la episteme, las creencias, las formas de legitimación del saber y del poder, los subsistemas sociales y hasta sus peculiares maneras de construir sujetos e identidades.

Ahora ya desde una única lógica, la de la racionalidad, se piensan la historia, la naturaleza y lo sagrado. Pero esa única lógica tiene, como el dios Jano de los romanos, dos caras: una de emancipación, que parte de atribuir igual dignidad a todas las personas y las convoca a participar en las decisiones de la res-pública, y se concreta en la elevación de la igualdad, la libertad, la solidaridad y el bienestar a valores supremos de la convivencia social; y otra de dominación e instrumentalización, que convierte a las personas en medios –explotables, subalternizables, etc.- para el logro de los fines de uno mismo. Estas dos caras de la lógica de la racionalidad, la emancipatoria y la instrumental, en intrincada convivencia constituyen la columna vertebral del proyecto de la modernidad.

Para articular coherente y consistentemente todos los componentes del patrón civilizacional, de cuyos momentos más significativos acabamos de dar cuenta, el mundo occidental ha elaborado discursos metanarrativos o englobantes: míticos inicialmente, metafísico-teológicos después, científico-técnicos en la era de la modernidad, y de desembozada racionalidad instrumental en la actualidad globalizada. Esos discursos reducen la identidad a la individualidad subjetiva y  construyen la historia como un proceso unilineal, periodizado, eurocentrado, omnicomprensivo y teleológico; entienden la naturaleza como objeto de explotación sin límite; y se desentienden de lo sagrado o lo reducen al ámbito de la vida privada.

2.2 El punto de llegada

Ahora ya, en el cuarto momento o era de la globalización, se ha debilitado la cara emancipatoria del proyecto y ha aparecido en toda su crudeza el lado instrumental de la racionalidad del patrón civilizacional de Occidente. El telos o fin que el mencionado patrón civilizacional termina proponiendo e imponiendo es eso a lo que hoy llamamos globalización: un conjunto de procesos –productivos y comerciales, pero también políticos y normativos, además de epistémicos, axiológicos y simbólicos- que nos llevan a todos, primero, a tener el globo como geografía obligada de referencia para proveer de sentido a la acción humana; segundo, a asumir de la cosmovisión occidental el lugar y el papel que ella nos ha asignado e incluso la subjetividad y la identidad que nos ha atribuido; y, finalmente pero no en último lugar, a aceptar como guía del pensamiento y de la acción la racionalidad instrumental de la que la globalización es hechura y portadora. 

Estos procesos afectan, de manera más visible, a los subsistemas sociales, y  entre ellos especialmente al de intercambio de bienes y servicios (mercado). Poco a poco vamos adviertiendo que la globalización atraviesa también los otros subsistemas sociales: el de producción de bienes y servicios (industrialización) a través del control de las diversas formas de trabajo y la apropiación cada vez más privada de sus productos; el de gestión/administración general de la sociedad (poder político) a través de instancias transnacionales que reducen las soberanías estatales; el del uso legal e ilegal de la violencia (poder militar, paramilitar, otros) por medio de sistemas manejados por los centros del control mundial; el de generación, difusión y reproducción de conocimientos, competencias, valores, etc. (escuela) a través de la transnacionalización de la enseñanza, etc. Además, las esferas de la cultura (objetividad, legitimidad y representación sensible) se ven cada vez más afectadas por los procesos de globalización, es decir, también para ellas o especialmente para ellas, el globo (la humanidad no sólo como concepto sino como conjunto de los habitantes del planeta)  constituye el marco obligado de referencia. Y, finalmente pero no en último lugar, los procesos de globalización llegan hasta nuestra vida cotidiana construyendo subjetividades y atribuyendo identidades que sean funcionales a los procesos culturales y sociales mencionados arriba.

Lo que del patrón civilizacional que desemboca en la globalización se deriva lo conocemos y padecemos a diario: la creación de periferias, primero a través de la colonización desembozada y luego a través de maneras más sofisticadas de subordinación; el desinterés por procesar la experiencia acumulada de trabajo de los diversos pueblos; la desigual apropiación de los frutos del trabajo y sus secuelas de explotación y pobreza, como consecuencia de la exclusión de las poblaciones que no tienen nada que ofrecer en el mundo globalizado; la racialización de las identidades y relaciones sociales, con al racismo que la acompañan; la puesta en riesgo de la habitabilidad del planeta; la subestimación de las dimensiones no raciones de la posibilidad humana; la reducción del diálogo a la condición de monólogos compartidos para imponer consensos; la desvaloración de la potencialidad del reconocimiento en la construcción de la subjetividad; la particularización de todo valor, pensamiento, expresión simbólica, creencia, forma de vida y atribución de identidad de personas y pueblos no occidentales; la colocación de las historias de los otros pueblos en el marco de la llamada historia universal, la historia de Occidente, y, consiguientemente, la consideración de los momentos de las primeras como etapas previas de la segunda; la subestima de saberes, racionalidades y discursos alternativos y de formas diversas de pensar y construir la convivencia y la relación con la naturaleza y lo sagrado; la deslegitimación de procedimientos diferentes para construir la subjetividad y la identidad; etc.  

Todos estos fenómenos son signos crepusculares del patrón civilizacional que desemboca en la globalización desde arriba. Llamo crepusculares a estos signos porque instrumentalizan la posibilidad humana y hacen unidimensional tanto la cultura como la rica y variada experiencia histórica de los diversos pueblos, porque despojan a la naturaleza de su condición de hábitat para reducirla a la de depósito de recursos explotables sin límite, y, finalmente, porque con respecto a lo sagrado ni siquiera reconocen las huellas de su ausencia.   

3. Identidades culturales

Pero la actualidad no se agota en los aspectos crepusculares de los que acabamos de dar cuenta. Asoman también en esta compleja realidad otros signos portadores de esperanza y anunciadores de nuevas primaveras. 

En la propia geografía occidental, poblada hoy por múltiples y heterogéneas voces gracias a las migraciones masivas y al renacimiento de identidades locales y culturales,  no son pocos los que exigen un trato responsable con la naturaleza ni los que invitan a una escucha atenta del otro como condición necesaria para gestionar cuerdamente la convivencia. La equidad de género, por otra parte, está en la agenda social, cultural y política desde hace ya varias décadas. No faltan, por otra parte, quienes incluso ven en las huellas de la ausencia de lo sagrado los signos de su presencia. Y lo que es para la filosofía sumamente importante: el pensamiento occidental de la actualidad pone sus miras en el vaciamiento de la autoatribuida universalidad para asumirse como un pensar particular que ve en el diálogo con otras cosmovisiones particulares una fuente de enriquecimiento. Nada de esto puede hacer la filosofía occidental sin practicar una operación de búsqueda y deshacimiento de la violencia implícita en sus objetivaciones filosóficas, teológicas y científicas. El resultado de ese deshacimiento, que a la filosofía le viene desde Nietzsche y de la tradición hermenéutica, es el debilitamiento de las categorías básicas de la metafísica, la teología y la ciencia, y, consiguientemente, una desconfianza generalizada con respecto a los grandes relatos de la salvación, del humanismo y de la historia universal. Resumo este talante del actual pensamiento occidental en una idea: “todos los hombres estamos igualmente lejos de Dios”, es decir, ningún hombre ni ninguna cultura están autorizados a hablar en nombre de la humanidad.   

Final y principalmente, situarse en la actualidad es tomar conciencia de la presencia de otras voces, las voces de aquellos espacios, personas y colectivos sociales y culturales que fueron violentamente subalternizados, pero no silenciados, por los afanes colonizadores de ayer, que desembocan  en la globalización coercitiva de hoy. Empoderados con el procesamiento de su ya larga historia de resistencia práctica, discursiva y simbólica a la subalternización, esos colectivos socio-culturales han tomado la palabra en sus propias lenguas para, por un lado, poner en la agenda pública local y global sus legítimas demandas de respeto a sus pertenencias territoriales, lingüísticas, axiológicas, normativas, organizativas y simbólicas. Por otro lado, esas mismas voces son portadoras  de discursos contrahegemónicos, pero también  de epistemes, ideas regulativas, mundos simbólicos, formas de vida y de construcción de subjetividad, experiencia acumulada de trabajo, relación con la naturaleza y con lo sagrado, etc., todo lo cual enriquece la heredad humana y, tomado en serio, nos convoca a nosotros, los occidentales, a curarnos de la enfermedad de universalismo que nos aqueja desde antiguo.

Como consecuencia del conjunto de elementos a los que acabo de referirme, la actualidad está hecha -a pesar del control ejercido por el patrón predominante del poder- de una complejidad en la que se entrecruzan signos crepusculares y aurorales en ámbitos cada vez más multiculturales, interculturales y poliaxiológicos, poblados de temporalidades, espacialidades y lenguajes heterogéneos. Tengo para mí que no es ya políticamente posible ni admisible éticamente gestionar esa complejidad con las herramientas teóricas y prácticas, portadoras de violencia, heredadas de la tradición de la modernidad occidental. En la búsqueda de otros horizontes, el principio interculturalidad, que no puede ser sino dialógico, se nos presenta como una posibilidad para explorar e imaginar formas de gestión de la convivencia que no sólo toleren la diversidad sino que hagan de ella una fuente de enriquecimiento y de gozo.

La gestión de la convivencia en perspectiva intercultural se nos presenta hoy como lo que más merece que pensemos porque cada vez somos más conscientes de que la subjetividad se construye dialógicamente y de que la cultura es para la identidad el hábitat natural en cuanto provisor de sentido. Subjetividad, diálogo, identidad y cultura son, pues, conceptos y prácticas discursivas que se copertenecen, y necesitan, por tanto, ser pensados conjuntamente.

El convencimiento de que la subjetividad se construye dialógicamente nos lleva a reflexionar sobre la importancia del lenguaje y del reconocimiento.

El lenguaje

Entendido instrumentalmente, el lenguaje –y me refiero aquí exclusivamente al lenguaje en cuanto habla- es un conjunto de símbolos que nos permiten transmitir a otro o recibir de otro información, sentimientos, órdenes o interrogaciones. Pero el lenguaje no es sólo un instrumento de comunicación sino una heredad cargada de historia, un legado que recibimos de nuestros antepasados a través del cual hacemos la experiencia del mundo y de lo sagrado, nos autopercibimos como pertenecientes a un comunidad histórico-lingüística, construimos nuestra subjetividad y atribuimos identidad a aquellos con quienes o de quienes hablamos. El lenguajes es, pues, algo que hablamos, pero también algo por lo que somos hablados. Probablemente lo más importante del lenguaje es que en su ámbito construimos nuestra propia identidad  escuchando atentamente los mensajes que nos vienen de nuestros antepasados y desarrollando acciones comunicativas con nuestros coetáneos. Con unos y otros formamos una comunidad que nos es esencial para constituirnos en persona.  De ahí, la enorme importancia del reconocimiento de los otros significativos, inicialmente de los padres y luego de otras personas, para el despliegue pleno de la posibilidad humana.  

Cuando salimos a la relación con el otro con una perspectiva monológica despojamos a ese otro, especialmente si pertenece a una comunidad histórica diversa a la nuestra, de sus propias pertenencias para atribuirle una identidad por negación de lo que nosotros somos. Si somos cristianos le llamamos gentil, si nos consideramos “civilizados” le llamamos bárbaro, si nos creemos ubicados en el peldaño más alto de una historia que nosotros mismos hemos construido le llamamos primitivo, si somos invasores y colonizadores le llamamos indígena y no invadido ni colonizado porque estos términos nos ponen ante los ojos nuestra condición de agresores. Si, por otra parte, despojamos al otro de su lengua y sus creencias y le obligamos a apropiarse de las nuestras, terminará él o ella asumiendo como su propia manera de ser persona la subalternidad que le hemos atribuido a través del habla y de las prácticas sociales.

Muy otra es la situación cuando es el diálogo el que media la relación entre las personas, sean éstas de la misma cultura o de culturas diferentes. Sabemos que el diálogo intracultural es más fácil, especialmente cuando se reduce, en la vieja línea de la tolerancia, a una retórica para el convencimiento y la construcción de consensos imprescindibles para la convivencia. La facilidad viene por el hecho de compartir horizontes de sentido y códigos lingüísticos, axiológicos, simbólicos, etc. La dificultad comienza cuando no se trata ya sólo de tolerar la diferencia, especialmente de opiniones, sino de valorar otras formas y nociones de vida buena y de convivir gozosamente con ellas.

Esta dificultad se acentúa cuando el diálogo es intercultural, cuando los hablantes no comparten horizontes de sentido y se saben expuestos a ser hablados por el otro. Se necesita en este caso, por un lado, reconocer y valorar la diversidad del otro y de sus pertenencias culturales, lo cual ciertamente no es poco; pero se necesita, además, estar dispuesto a ser hablado por el otro prestando oído atento a la imagen que de mí mismo y de la relación entre ambos el otro se ha formado. Creo que solamente entonces, cuando se juntan reconocimiento y valoración mutuas y disposición (apertura) de los hablantes a ser hablados por el otro, el diálogo es de veras intercultural, y entonces es renuncia a toda forma de violencia, posibilidad de apropiación de la riqueza humana portada por el otro y fuente insospechada de gozo. En el ámbito de ese diálogo intercultural lo que interesa es más que la tolerancia, más que la construcción de consensos, más que el arribo a verdades o a nociones de vida buena compartidas, porque la tolerancia muta en reconocimiento y valoración del otro, la convivencia se lleva bien con el disenso, la verdad no se restringe a la adecuación a lo que es sino que se abre al ser, las diversas nociones de vida buena  se enriquecen en cuanto que se vuelven relevantes para otros, y  la subjetividad y la identidad se construye intersubjetivamente en juegos de lenguaje libres de violencia que dialogan electivamente con sus propias tradiciones pero están siempre abiertos a la riqueza humana.

El reconocimiento

El discurso del reconocimiento y su relación con la identidad, como ha anotado el filósofo canadiense Charles Taylor, nos viene en la cultura occidental del colapso de las jerarquías sociales que se basaban en el honor –algo que es privilegio de algunos y que los demás no pueden tener- y el surgimiento de la dignidad que se atribuye a todos por pertenecer a la especie humana. Este cambio del honor a la dignidad es fundamental, primero, para reconocer al otro como un alter ego, como alguien igual a uno mismo; segundo, para la construcción de sociedades democráticas, que atribuyen igual valor a todas las personas y las convocan a la participación en las decisiones; y tercero para la valoración de los colectivos sociales, sean éstos  culturales, étnicos, religiosos, de género e incluso de opciones sexuales.

El reconocimiento del otro como alter ego comienza en el seno mismo de la familia, y hace que el niño se asuma como persona con una individualidad diferenciada de quienes le rodean pero de igual valor que la de ellos. Esa individualidad diferenciada se va afianzando y enriqueciendo a medida que la persona se relaciona, a través de un lenguaje compartido, con otras que también le reconocen y respetan como persona. En este contexto, la autenticidad consiste en ser verdadero para mí mismo y para mi particular manera de ser, y para ello necesito del reconocimiento. El reconocimiento del otro en su particularidad no es, pues, un acto de cortesía para con él, sino algo que le debemos para constituirse en persona. El trasfondo de esta consideración es la idea ilustrada de que todo ser humano está dotado de un sentido moral: un sentimiento intuitivo de lo que es bueno y lo que es malo. Bondad y maldad quedan, así, ligadas a la autenticidad y, por tanto, pierden su antigua condición de calificaciones del comportamiento según criterios  extrahumanos, relacionados con premios y castigos. Nada de esto ocurre fuera del lenguaje, porque, como hemos dicho,  el lenguaje, nuestro lenguaje, es la heredad desde la que somos hablados y, por tanto, definidos o bien como otro yo semejante al sí mismo de quienes nos hablan  o bien como lo contrario del sí mismo de aquellos por los que somos hablados. Poniéndolo en sencillo. No es lo mismo decir a una criatura “¡qué niño tan lindo!” que decirle “¡qué lindo negrito!”. En el primer caso, le convoco a que asuma su identidad desde su condición de persona, en el segundo caso le interpelo a que asuma la identidad desde su condición racial.

Sabemos que la base de la democracia es el reconocimiento de las personas como dotadas de razón y autonomía. Este reconocimiento fue de singular importancia para la construcción de sociedades basadas en la dignidad y ya no en el honor, y, por otra parte, hizo posible la gestión racional de las diferencias culturales, lingüísticas, étnicas y religiosas en lo que llamamos el estado-nación. Pero esta homogenización de la población dejó de lado esas diferencias, que de suyo son constitutivas de las personas, y, por tanto, llevó a los individuos a asumir identidades abstractas o más alejadas de la vida cotidiana, como la de ciudadano, o identidades  concretadas en la profesión u ocupación, como la de ingeniero u obrero, o en la relación con los medios de producción, como la de burgués o proletario.       

El reconocimiento, finalmente, termina trascendiendo el ámbito de la individualidad y refiriéndose a los colectivos sociales, entre los cuales las colectividades culturales tienen hoy día una particular importancia. Pero para tratar este tema tenemos referirnos a los otros dos conceptos o prácticas discursivas  que señalamos al comienzo de este parágrafo: la identidad y la cultura.
    
La identidad y la cultura

Sin entrar al debate sobre estos conceptos, definiré la identidad como aquello que uno entiende que uno es o como lo que uno considera que son sus características fundamentales en cuanto ser humano. Ya he señalado arriba que en la construcción de la identidad es fundamental la manera como somos hablados por aquellas personas que son para nosotros significativas. Por cultura voy a entender aquí el conjunto de saberes, conocimientos, creencias, valores, ideas regulativas, sistemas y recursos simbólicos y formas de vida  individual y social, propias de un determinado pueblo. Las culturas tienen una relación de copertenencia con determinados territorios y lenguajes.

El hecho de que esté hoy en la agenda del día el tema de la relación entre identidad y cultura es fruto, por un lado, de los procesos de globalización y, por otro, de lo que yo llamo la liberación de las diferencias o toma de la palabra por las diversidades, fenómeno este último que entiendo como concomitante con el primero y no sólo como su consecuencia.

Me explico. Es cierto que esos flujos de capital, información, tecnología, epistemes, valores, etc., que hacen del planeta entero una aldea global y del presente la dimensión privilegiada de la temporalidad, son tan abstractos para el hombre de la vida cotidiana que pierden para él la capacidad de vinculación y, por tanto, le llevan a buscar realidades y vivencias más cercanas como el territorio propio, la lengua que habla, la etnia a la que pertenece, las creencias que comparte con otros, las afinidades sexuales, la condición de género, etc. –componentes todos ellos de la cultura-, para dotarse de identidad, afianzar vinculaciones dentro de su grupo y proveer de sentido a sus acciones. Pero es no menos cierto que los pueblos subalternizados, tanto en los países industrializados como en los nuestros, vienen desde antiguo procesando su ya larga resistencia al patrón civilizacional que los ha subalternizado, y en ese procesamiento encuentran y valoran como ámbitos provisores de sentido y de identidad sus culturas con sus propias historias, creencias, territorios, lenguas, sistemas simbólicos, cosmovisiones, etc.

Entiendo, pues, estos dos fenómenos como dos lógicas concomitantes pero no convergentes: la una apunta a la homogeneización de algunos y la subalternización de muchos, y la otra a la liberación y valorización de las diferencias. Aprisionada entre ambas está hoy la lógica del estado-nación y sus afanes, ya difícilmente viables, por un lado, de homogeneizar a los pueblos incluidos dentro del territorio nacional y, por otro, de sobrevalorar la diferencia para distinguirse de los vecinos construyendo y afianzando las culturas nacionales.

Así como no puede decirse que la lógica y la cultura de la globalización sean una reacción sistémica a la toma de la palabra por las diversidades culturales, tampoco puede afirmarse que el afincamiento en la identidad cultural sea mera consecuencia de los procesos globalizadores. Lo que creo que sí puede decirse es que el formato del estado-nación para organizar y gestionar la convivencia y para proveer de identidad a las personas y de sentido a la acción humana está quedando chico y grande al mismo tiempo. El estado-nación queda chico para quienes se afanan en homogeneizarnos o subalternizarnos, pero también para quienes, afincados en su propia cultura, no renuncian a la posibilidad de enriquecerse con otras creaciones culturales y de aportar a la diversificación de la cultura humana. El estado-nación queda, sin embargo, grande para quienes, desde la lógica instrumentalizadora de la globalización, prefieren entenderse con entidades menores dejando de lado las soberanías nacionales, pero también para quienes, atenidos a la lógica de la liberación de las diferencias, ven en esas soberanías un obstáculo que impide el desarrollo de su propia particularidad cultural e identitaria.

En este contexto de lógicas encontradas, no es raro que se refuercen las identidades culturales, entendiendo la cultura como ámbito por excelencia para proveer de identidad y construir sentido, procesar la propia experiencia histórica, organizar la convivencia, entender el entorno como hábitat y relacionarse con lo sagrado. Sabemos, sin embargo, que esta renovada presencia de la cultura en la formación de la identidad está acechada por fundamentalismos, relativismos y xenofobismos. No podemos, por eso, sacralizar la propia cultura o las identidades de que ella nos provee, ni podemos tampoco  construir alrededor de ellas barreras que nos impidan apropiarnos de la riqueza humana. Cultivada con prudencia y manteniendo con sus tradiciones, como diría Goethe, una “afinidad electiva”, la propia cultura constituye una posibilidad de reencuentro de las tres dimensiones de lo que hay o las tres maneras de darse del ser: lo humano, lo natural y lo sagrado. Y sólo en el ámbito de ese reencuentro, que será ya siempre conflictivo, es dable el despliegue pleno de la posibilidad humana.

A manera de conclusión

En este complejo escenario, hecho de lógicas y prácticas discursivas contrapuestas, nos jugamos todos, los individuos, los pueblos y las culturas, nuestra propia identidad, y nos jugamos, además, la posibilidad de organizar y gestionar la convivencia de manera acordada y racional. Ni los culturalismos esencialistas, ni los cosmopolitismos interesados, ni los nacionalismos a ultranza son buenos consejeros para saber a qué atenerse  en la complejidad en la que hoy vivimos.

Mi apuesta –y soy consciente de que se trata de una “apuesta”- es la convivencia intercultural. Considero esa convivencia como el horizonte utópico de la actualidad. Pero  por horizonte utópico entiendo aquí no un estado final imaginado al que el presente quede sometido, sino una manera de caminar y de hacer la experiencia de la convivencia, porque pensar la convivencia en perspectiva intercultural equivale a escapar de la “jaula de hierro” en la que tanto los discursos y prácticas hegemónicas como los culturalismos esencialistas tratan de mantenernos encerrados.  

Esto es particularmente importante en el caso de nuestra América Latina, una geografía poblada por diversidades culturales y étnicas que no solo han sabido desarrollar estrategias de sobrevivencia y de resistencia a la subalternización sino que, además, están empeñadas en procesar su propia experiencia histórica y tomar desde ella la palabra para dar forma discursiva y práctica a sus demandas ancestrales (territoriales, lingüísticas, culturas, de equidad, etc.), pero también para poner su riqueza cultural acumulada en el ámbito del diálogo intercultural.  

Para que la convivencia intercultural sea posible entre nosotros es preciso, en primer lugar, explorar y desmontar los rasgos de violencia incluidos en nuestras propias tradiciones y pertenencias culturales; necesitamos, en segundo lugar, un ejercicio responsable de la ciudadanía llevando al extremo las potencialidades de la democracia para el despliegue pleno de la posibilidad humana;  y se requiere, finalmente, que nos tomemos en serio la diversidad étnica, lingüística, territorial y cultural que nos caracteriza, asumiéndola como fuente de enriquecimiento y de gozo. Pero tomarse en serio esa diversidad no es encerrarse en ella ni sacralizar. La diferencia se realiza en plenitud cuando se abre a la convivencia, así como la convivencia se reduce a la pobre condición de univivencia cuando prescinde de la diferencia.      

En cultivar diferencias abiertas a la convivencia y en construir convivencias cuidadoras de las diferencias está, pienso yo, la utopía de nuestro tiempo, una utopía que apunta al reencuentro, ahora ya en clave dialógica y no violenta, de las tres manera de darse del ser: lo histórico, lo natural y lo sagrado. Para que ese reencuentro en los espacios culturales sea fructífero es imprescindibles que nuestras propias y particulares versiones de la historia, lo natural y lo sagrado sean despojadas de los rasgos de violencia de los que las hemos revestido, porque solo así es posible pensar y construir la convivencia respetuosa, enriquecedora y gozosa de las diversidades que pueblan el mundo.

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