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Lima, Peru
Filósofo e historiador. Nace en España en 1937 y llega al Perú como jesuita en 1957. Formación: humanidades clásicas y literatura, filosofía e historia. Especialización sucesiva: narrativa latinoamericana, filosofía moderna, filosofía de la existencia, historia de la emancipación peruana, pensamiento lukacsiano, historia de la ingeniería peruana y filosofía de la interculturalidad Profesor de la UNI (y rector 1984-89) y otras instituciones académicas en Perú, Budapest, Brasil y Túnez. Autor de 26 libros, 70 colaboraciones en obras colectivas y 150 artículos en revistas. Actualmente dirige el Centro de Historia UNI y es profesor de postgrado en la Universidad Nacional de Ingeniería. Participa activamente en el debate intelectual peruano desde la sociología de la literatura, el marxismo lukacsiano, las perspectivas postmodernas y la filosofía de la interculturalidad. En su libro "Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna" propone, como horizonte utópico de la actualidad, la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades que enriquecen a la sociedad peruana. Contacto: jilopezsoria@gmail.com

29 may 2012

Entre la modernidad "popular" y la "profesional". Notas sobre dos libros recientes


José Ignacio López Soria

Con pocos días de diferencia, han aparecido dos libros que recogen los sueños y las realizaciones de los portadores del proyecto moderno de la segunda mitad del siglo XX en el Perú. José Matos Mar, conocido antropólogo, continúa sus investigaciones sobre la formación de los barrios populares de Lima en Perú: Estado desbordado y sociedad nacional emergente. Historia corta del proceso peruano: 1940-2010 (Lima: Editorial Universitaria / Universidad Ricardo Palma, 2012),  y el arquitecto Elio Martuccelli, en Conversaciones con Adolfo Córdova (Lima: Instituto de Investigación de la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Artes / UNI, 2012) da cuenta de las aspiraciones y emprendimientos de un grupo de profesionales (arquitectos y urbanistas, principalmente) empeñados en afincar en el Perú el proyecto moderno, dialogando con uno de sus más comprometidos actores.   

Me ocuparé de cada uno de estos libros por separado y dejaré para el final algunas anotaciones generales, pero anoto desde el inicio que los abordo juntos porque los temas estudiados por los autores mencionados se dan al mismo tiempo y en el mismo espacio, aunque, lamentablemente, con débiles relaciones entre los sujetos colectivos a los que los libros se refieren.
 

La modernidad popular

Matos Mar, siguiendo exploraciones anteriores, reúne en su nuevo y voluminoso texto (573 páginas) abundante y minuciosa información sobre el proceso de poblamiento de los barrios populares de Lima e interpreta el desborde que ello produce como la emergencia, desde abajo, de una sociedad moderna, con todas las competencias para, por fin, sentar las bases definitivas del anhelado y siempre postergado Estado-nación.

El libro entero, fruto de la “apasionante aventura de comprender el Perú”, está organizado desde dos categorías básicas, “desbordamiento” y “emergencia”, con otra que las envuelve y fundamenta, “progreso”. A partir de estas categorías conceptuales, el autor teje un discurso que, por un lado, da cuenta detallada y fundamentada de la historia peruana de los últimos 70 años, privilegiando el proceso de “provincialización” de Lima y, con menor detalle, el surgente protagonismo de las regiones, y, por otro lado, ensaya una interpretación de estos complejos fenómenos, con una manifiesta y explícita voluntad política. Y, así, descripción, explicación, interpretación y proposición política se entremezclan fecundamente en una narrativa enriquecida con fotografías de época, variadas anécdotas y frecuentes pinceladas autobiográficas e historias de la vida cotidiana.

La descripción está especialmente presente en los capítulos medulares y más extensos del libro, el 2° y el 3°, que tratan sobre la migración del campo a la ciudad de 1940 a 1990 (capítulo 2°), y de las transformaciones ocurridas, especialmente en Lima, entre 1990 y 2010 (capítulo 3°) como consecuencia de esa migración y de otras variables como la globalización y la regionalización.  Basada, principalmente, en investigaciones del autor y sus alumnos, la abundante información ofrecida viene acompaña de fotos, cuadros estadísticos, gráficos, mapas y recuadros narrativos que airean el texto, aligeran la lectura y facilitan la comprensión. Importa anotar que dicha información no se queda en lo cuantificable; explora, además, las creencias, expectativas, costumbres y valores de los nuevos pobladores urbanos, así como la resistencia de los pobladores tradicionales, e introduce el territorio como un personaje más, y no solo como escenario, en el dúplice proceso de desbordamiento y emergencia. Otro elemento que enriquece la estrategia informativa y es poco usual en los estudios de ciencias sociales consiste en introducir biografías breves de los protagonistas y aun de gente de a pie de los procesos narrados, así como historias cortas de las organizaciones y de los liderazgos colectivos que se van formando en la lucha por el territorio, el acceso a los bienes sociales y el ejercicio de la ciudadanía.  Estamos, pues, ante una manera de entender la información  y de procesarla que, lejos de la usual frialdad objetivista de los estudios sociales, nos aproxima a los rostros y a los usos y costumbres de los estudiados. El objeto de estudio se vuelve él mismo sujeto de la narración y portador de la esperanza de progreso que el libro se propone explícitamente transmitir. La acertada diagramación contribuye a facilitar la lectura, jugando con imágenes, cuadros, fotos y colores.

La matriz explicativa del dúplice proceso de desborde/emergencia proviene de la ya vieja idea de que en el Perú la “nación” (en este caso, las naciones) y el Estado no se han encontrado nunca. Si el “desborde” es la manifestación fehaciente del desencuentro,   la “emergencia” es la portadora potencial del encuentro. Esta matriz, cuyas limitaciones conoce muy bien el autor, viene del dualismo o binarismo que, heredado de la división colonial entre “república de españoles” y “república de indios”, es reformulado luego, ya avanzado el siglo XIX y en el marco del evolucionismo darwinista y del positivismo, como civilización/barbarie y, más tarde, como tradición/modernidad. Este mismo dualismo se manifiesta como oposición entre el “Perú oficial” y el “Perú real” o “Perú profundo” en el debate políticos e intelectual de los años 20 del pasado siglo, es narrado en los años 60 y 70 como “desarrollo” y “subdesarrollo”, y, finalmente, después de varios lustros de crecimiento económico sin “chorreo”, retomado en la actualidad como exclusión/inclusión para poder formular políticas de inclusión que atiendan las demandas de los “condenados de la tierra” (Franz Fanon) o secularmente excluidos.

No voy a entrar en profundidades, pero quiero dejar anotado que esta matriz explicativa, cuyos orígenes se remontan a la narrativa judeo-cristiana de la historia de la salvación,   está bajo el paraguas de la idea, ya secularizada, de progreso y de la concepción unilineal y teleológica de la historia humana, según la cual los pueblos avanzan de un “estado de naturaleza” a otro “de civilización” a través de etapas definidas que el proyecto de la modernidad, en su optimista versión ilustrada, se ha encargado de caracterizar. Esta versión binarista y unilineal de la historia humana deja de lado tal vez lo más importante: la articulación intrínseca entre los dos polos concernidos, como subraya frecuente y acertadamente Aníbal Quijano y, a su manera, adelantaron los portadores de la “teoría de la dependencia”, entre cuales estuvo precisamente José Matos.

Para escapar de las limitaciones que la mencionada matriz explicativa conlleva de suyo, Matos Mar recurre a una estrategia discursiva poco común: da cuenta de los hechos -la ocupación de espacios urbanos, las demandas de inclusión, la celebración de festividades, etc.-, pero fija, además, su mirada en las potencialidades performativas (productoras de realidad) tanto de los discursos como de las acciones de los nuevos pobladores urbanos. Me explico. En el libro que comentamos, lo narrado no son hechos consumados sino “gestas” (término que se repite con mucha frecuencia), y esta diferencia remite al carácter fundador de esos hechos, a su potencialidad como iniciadores de procesos que van más allá del acto mismo de ganar un terreno, construir una vivienda, acceder a los servicios urbanos o ejercer a plenitud la ciudadanía. Ya el concepto mismo de “gesta”, propio del ámbito de la épica heroica, deja ver la perspectiva demiúrgica (creadora de un mundo nuevo) que Matos explora en los hechos narrados. Por eso, más que el análisis de las causas digamos “objetivas” de los hechos, es decir el estudio detallado de aquellos procesos que obligaron a los pobladores del campo a abandonar su tierra y trasladarse a las ciudades, el autor fija la mirada en la voluntad de progreso y en la apuesta por la transformación social que animan a los migrantes. Y, así, el migrante no es presentado como objeto de expulsión del campo sino como sujeto que se apropia de la ciudad y es portador, además, de una potencialidad demiúrgica, creadora de un mundo otro. Para ello es necesario hacer ver que el migrante no solo se instala en la ciudad y logra, con luchas mil, beneficiarse de sus servicios, sino que la enriquece con un bagaje “milenario” (y este término tampoco es fortuito) de lenguas, creencias, formas de vida, nociones de vida buena, tradiciones y valores como reciprocidad, solidaridad, etc. Y en proceso de posesión de la ciudad por los nuevos pobladores se inicia, piensa Matos Mar, un camino sin retorno hacia una reconciliación definitiva del Perú con su rica diversidad étnica, cultural y lingüística, o, si se prefiere, hacia un encuentro definitivo entre el Estado y la nación.

Ese camino -y estamos ya en la interpretación- conduce a algo que no lograron los incas, ni los conquistadores, ni el Estado peruano independiente: poner las bases de una real sociedad nacional que tienda a integrar, sin desconocerlas, las pluralidades que contiene, a propiciar una identidad común sin eliminar las diferencias, a articular el territorio propiciando la complementariedad entre los diversos pisos ecológicos y sembrándolo de vías longitudinales y transversales, a lograr la participación ciudadana de todos los pobladores, a dejar atrás la pobreza y la discriminación, y a superar la escisión histórica entre sociedad y Estado. Por eso el “desborde”, al minar los cimientos del orden establecido y poner al descubierto sus debilidades e inconsistencias, es leído por Matos como “emergencia”, como una gesta de creación de un Perú otro, que, enraizado en  tradiciones milenarias, se habla de tú a tú con los portadores urbanos de la modernidad a la occidental y hasta se atreve a incorporarse sin renunciamientos al concierto planetario. Diríase que en el Perú de la emergencia, entre tematizado y soñado por Matos, se realiza lo mejor de las intenciones de los civilizadores de antaño, de los independizadores y modernizadores decimonónicos, de los nacionalistas y desarrollistas de ayer, y de los propulsores actuales de la inclusión social, pero despojándolos a todos de sus contenidos de violencia.

Esta optimista interpretación, heredera también ella de la ideología del progreso, privilegia el protagonismo de un sujeto colectivo, el migrante urbano con sus redes vecinales,  provinciales y hasta internacionales, haciendo de él el portador de la antorcha del desarrollo a escala urbana, regional, nacional e  incluso planetaria. Ese sujeto colectivo se diferencia de los otros, anteriores o coetáneos, al menos en dos aspectos esenciales: lucha sin desmayo, pero no endiosa a la violencia como partera de la historia, y promueve no solo el logro de beneficios económicos y servicios sociales, sino el encuentro fecundo de sociedad nacional y Estado, expresado en aspectos como el acceso pleno al ejercicio de la ciudadanía, la construcción de identidades heterogéneas pero abiertas a la integración, la eliminación de las muchas formas de discriminación y la presencia activa de las diversas lenguas y culturas que enriquecen a la sociedad peruana. 

Dos palabras sobre la proposición política. Dijimos al comienzo que el libro de José Matos no oculta su intencionalidad política. Ella queda de manifiesto especialmente en la introducción, en el último capítulo y en reflexiones finales, pero la obra entera es una convocación a comprometer nuestras capacidades en la “hazaña modernizadora” portada por los nuevos pobladores urbanos, que desembocará en el encuentro definitivo entre sociedad nacional y Estado. Esta posibilidad se da en un contexto marcado por la toma de la palabra por las diversidades culturales que pueblan el Perú, el despertar de las regiones, las tendencias hacia la integración latinoamericana, la ineludible presencia de las nuevas ciencias y tecnologías, y los procesos de globalización. Se trata, por cierto, de una “hazaña” con la que hay que comprometerse, de una “gesta” demiúrgica que es concebida desde la idea remozada del progreso. El autor comienza afirmando que “El drama histórico del Perú fue no haber podido constituir una sociedad nacional” (p. 25), y termina aseverando que lo que nos toca hoy, para acabar de construir ese Estado-nación de nuevo tipo que se viene postulando desde antiguo y que, según Matos Mar, está ya emergiendo en el desborde, es conjugar al unísono crecimiento económico y desarrollo social y humano en un modelo de sociedad que articule aprovechamiento y tratamiento responsable de la naturaleza, que potencie la convivencia enriquecedora de las culturas y pueblos que nos constituyen como comunidad histórica, que elimine la pobreza, la discriminación  y el centralismo, y que nos abra a una participación digna en los espacios macrorregionales y planetarios.

El proyecto está ya en ejecución, pero su diseño no se ha trazado en el tablero de un arquitecto ni en la computadora de un planificador, sino en el hacer ciudad, ejercer la ciudadanía y promover el desarrollo económico por parte de los ya no tan nuevos pobladores urbanos. Falta, sin embargo, termina afirmando Matos Mar, el compromiso decidido del poder político. El poder económico no le preocupa tanto porque está cambiando de manos y mudándose de distrito. Y el poder simbólico de los “milenarios” pueblos originarios habita desde hace años la “ciudad letrada”.

La modernidad profesional

Al final de su segunda conversación con Elio Martuccelli, Adolfo Córdova anota que “… recordar es una manera de volver a vivir.” (p. 99). Y, efectivamente, en Conversaciones con Adolfo Córdova, el recuerdo no consiste en el mero registro de lo vivido, sino más bien en traer a la presencia un pasado que habita nuestro propio presente, recurriéndose para ello al diálogo, la forma expresiva más propia de la convivencia porque hace posible incluso darles voz a quienes no pueblan ya el presente.

Después de describir brevemente el contenido del libro a dúo de Martuccelli/Córdova, reflexionaré sobre las tensiones que se advierten en el proceso de introducción de la modernidad en arquitectura y urbanismo.

Como descripción del libro señalo que este se abre con un estudio, “Tiempo en el espacio. La arquitectura, el urbanismo, la acción política y el proyecto modernizador”, en el que Martuccelli traza un marco general que facilita la comprensión de los recuerdos testimoniales de Córdova. Vienen luego las tres conversaciones, que incorporan, aunque de pasada, a otros interlocutores como Oswaldo y Pilar Núñez Carvalho, Abel Hurtado y algunos alumnos. Termina el libro con una coda y un epílogo, ambos de Córdova, y está enriquecido con fotografías y dibujos de Córdova y sus obras, de la Facultad de Arquitectura y sus alumnos de antaño, y de los libros escritos por Adolfo y las revistas que dirigió o en las que participó activamente.

Los testimonios de Córdova se refieren tanto a los avatares de la formación en arquitectura y urbanismo y a la osadía de un puñado de jóvenes que se atrevieron a enmendarles la plana a sus profesores e incluso a levantar el puño contra el poder, como al ejercicio profesional de los arquitectos y urbanistas, a las regulaciones, orientaciones y políticas públicas sobre el urbanismo y las construcciones, a los esfuerzos por introducir una gestión racional y planificada del territorio, a la avidez de saberes nuevos,  al deseo siempre insatisfecho de asomarse a nuevos horizontes filosóficos y expresivos, a la exploración de respuestas a las demandas habitacionales y culturales de los sectores populares del campo y de la ciudad,  al emprendimiento de proyectos políticos cocinados en cenáculos de intelectuales, a la intención de airearse con los vientos de renovación que soplaban más allá de nuestras fronteras, al empeño por hacer que convivan enriquecedoramente las diversas manifestaciones del espíritu, a la búsqueda de conmilitones en la geografía latinoamericana, al debate sin tapujos y hasta sarcástico y juguetón con los neoconservadores de la política, las artes, el urbanismo y la arquitectura, etc. Y todo ello transmitido en una narrativa coloquial, salpicada de acontecimientos, nombres y anécdotas, y enriquecida con el testimonio de lo vivido intensamente y con una variada muestra gráfica.

El texto se deja leer con facilidad y agrado, y de él que se puede recoger no poca información para la reconstrucción de la historia reciente de la arquitectura, el urbanismo, las artes y la política en el Perú.

Inicios mis reflexiones anotando que leo el texto de Martucelli/Córdova más como un hablarse de la modernidad a sí misma que como un hablar sobre la modernidad. Y en ese hablarse de la modernidad advierto una primera tensión, la que hay entre el “cuidar de sí y de la ciudad” y el “conocerse a sí mismo”, que queda instalada en el mundo de los profesionales de la modernidad. El hecho de haber recurrido al diálogo como forma expresiva remite a una tradición que, a los occidentales, nos viene de la Grecia antigua y que está directamente relacionada con la ética y con el autocercioramiento, el cuidar de sí y de la ciudad y el descubrimiento de la verdad como “des-olvidar”, como un traer a la presencia lo que yace en el olvido. Y lo que yace en el olvido es lo vivido, por eso recordarlo, como sabiamente anota Córdova, es volver a vivir, explorar dimensiones del pasado que constituyen nuestro propio presente. Esa exploración despoja a lo pasado de su simple estado de haber sido para traerlo a la presencia y enriquecer el horizonte axiológico, epistémico y simbólico de lo que está siendo. De esta manera, a través del recuerdo, se le da dignidad al pasado y densidad histórica al presente. Y, así, los personajes del pasado que pueblan el texto –desde don Ricardo de Jaca Malachowski hasta quienes se nos fueron ayer, como Carlos Williams y Santiago Agurto, además de Marquina, Bianco, Velarde, Hart-Terré, Seoane, Grau, Winternitz, Belaúnde, los Salazar Bondy, Miró-Quesada Garland, Pérez Barreto, Gilardi, Neira y tantos más- participan también de un diálogo en el que, además, dicen su palabra, a través de los autores,  otros urbanistas, arquitectos, filósofos, artistas, literatos y estudiosos peruanos de ayer y de hoy. Y a los lejos, se deja sentir el eco de las voces de los maestros Le Corbusier, Gropius, Wright, Mies van der Rohe, Aalto y hasta Saint Exupéry, Sartre, Proust, Hesse, Neruda, Vallejo, Kafka y Joyce, entre otros muchos.

Me pregunto si este fecundo diálogo que Córdova y Martucelli protagonizan está orientado a “ocuparse de sí y de la ciudad”, como quería Platón, o a “conocerse a sí mismo” para analizar en qué medida uno asume como norma la verdad transmitida por los maestros, como postulaban los estoicos. Mi respuesta provisional es que algunos de nuestros modernos -como Córdova, Williams, Agurto y los Salazar Bondy, por ejemplo- recogieron las dos dimensiones del diálogo –la  epistémica, conocerse a sí mismos, y la ética, ocuparse de sí y de la ciudad-, mientras que algunos de los principales mentores –como el caso emblemático de Luis Miró-Quesada Garland (Cartucho)- prefirieron inicialmente  la versión cognoscitiva del diálogo (descubrir en sí mismos la verdad aprendida de los maestros) para aplicar la normativa moderna a la construcción de la ciudad, pero absteniéndose de intervenir en la gestión de la polis como lugar del habitar.

Lo que quiero decir con esta primera anotación es que, desde el inicio, quedó instalada en el seno mismo del proyecto moderno de la arquitectura y el urbanismo la tensión entre ética y epistemología, una tensión -emparentada con la que hay entre habitar y construir- que anuncia la que luego se daría entre  cultura y política, y que, a su manera, asomó en el debate Miró-Quesada / Sebastián Salazar Bondy sobre abstracción y compromiso en el arte. 

Encuentro, además, una segunda tensión, la que se da entre forma y función. Como los modernos de todos los tiempos, los nuestros se vieron también a sí mismos como demiurgos, hacedores de un mundo otro, en diálogo con los mensajes que les venían principalmente tanto de la Carta de Atenas (1943) y de  L'Esprit Nouveau de Le Corbusier como de la Bauhaus de Gropius y Mies van der Rohe y la arquitectura orgánica de Wright, e inspirándose también en las formas y el mundo simbólico del Perú antiguo. Ese mundo otro se hacía de viviendas familiares, conjuntos habitacionales, edificaciones comerciales y administrativas, parques y trazado urbano, etc. pero tenía, además, que estar poblado por objetos –como sillas, mesas, utilería en cerámica y vidrio y mobiliario urbano- que pudiesen dialogar con el diseño arquitectónico o urbanístico que los albergaba. Era necesario, además, para diseñar y construir ese mundo otro, no solo aprovechar la variedad de materiales que las nuevas tecnologías ponían al alcance, sino proponer y difundir los diversos lenguajes de la modernidad (literario, artístico, filosófico, arquitectónico, urbanístico, etc.) para constituir horizontes de sentido e imaginarios colectivos que facilitasen la hegemonía de la propuesta modernizadora. No es raro, por tanto, que los arquitectos que iniciaron el camino hacia la modernidad en clave ilustrada se juntasen pronto con literatos, artistas, filósofos, músicos, ingenieros y científicos sociales, ni que juntos organizasen veladas culturales de diverso tipo (musicales, literarias, filosóficas, etc.) y que hasta se atreviesen a lanzar un manifiesto, recurrir al periodismo y embarcarse en la publicación de la revista Espacio.

Se trataba de constituir una vanguardia cuyo recurso fundamental era, en definitiva, el lenguaje con sus diversas formas expresivas. Desde el lenguaje era posible dar forma a lo nuevo y así proveer de racionalidad a la realidad, pensaban los modernos ateniéndose al principio, enunciado por Sullivan y recogido por Wright y los padres del modernismo arquitectónico, de que la forma sigue a la función. La nueva realidad necesitaba de un nuevo lenguaje para volverse inteligible y racionalmente agenciable. Crear o adaptar ese lenguaje para dar forma a las nuevas aspiraciones y demandas y gestionar desde él la realidad era el objetivo básico de nuestra vanguardia.

Se adhieren, así, nuestros modernos a los viejos ideales ilustrados del progreso, pero ya  en la versión decimonónica del funcionalismo que venía de la Filosofía zoológica de Lamarck y que se emparentaba con el evolucionismo darwiniano. Probablemente no conocían que un ilustre ingeniero peruano de comienzos del siglo XX, José Balta, había dicho textualmente,  ya en 1913, que “la función crea el órgano”, debiendo entenderse en este caso por función la exigencia de civilización que planteaba la realidad, y por órgano la ingeniería en cuanto forma racional de respuesta a esa exigencia.

Para llevar a cabo ese ideal, nuestros modernos tenían no solo que articular y consolidar su propia “Agrupación Espacio”, carente de un liderazgo claro y decidido, sino ganarse a los vacilantes del El arquitecto peruano (la revista de Fernando Belaúnde) y enfrentarse a quienes, desde la otra orilla, pugnaban por mantener las viejas maneras de hacer arquitectura y ciudad, aunque revestidas ya de formas nuevas provistas por el neoindigenismo ambiental y la colonialidad rediviva. Ardua tarea, diría yo, para un grupo empeñoso de profesionales e intelectuales que no contaba con más armas que el optimismo de la voluntad de cambio y la destreza en el manejo de los juegos de lenguaje.

También a este respecto, en la Agrupación Espacio y sus alrededores quedó instalada una tensión  de difícil agenciamiento entre lenguaje y realidad. La realidad, a pesar de sus evidentes rasgos tradicionales, estaba articulada a la modernidad pero en la condición de subalternidad y bajo la lógica instrumental del proyecto moderno. El lenguaje propuesto por nuestra vanguardia se atenía, por el contrario, a la lógica emancipatoria de la modernidad. ¿Pero cómo hacer, desde una profesión de fe en el principio de que la forma (el lenguaje) sigue a la función (la realidad) para que la forma cree una realidad nueva y no se limite simplemente a hacer inteligible y gestionable la realidad establecida? ¿Bastaba con explorar las dimensiones de la realidad que eran no legibles con los lenguajes tradicionales, como lo comenzó a hacer diestramente José Matos con sus estudios sobres las barriadas, que anticipaban ya sus posteriores reflexiones sobre el desborde del Estado y la emergencia popular? ¿O había que embarcarse, a contrapelo del principio básico del funcionalismo, en una operación realmente demiúrgica de alumbramiento de una realidad otra, llevando al lenguaje de la liberación a actuar como partera? ¿Bastaba, acaso, el lenguaje para emprender esa tarea? ¿No había que liberar a la forma (el lenguaje) de su religamiento a la función (la realidad) para convertirla en realmente liberadora? ¿No estaba, acaso, el lenguaje de nuestros modernizadores atravesado también por las dinámicas del poder? 

El entrampamiento en esta y otras tensiones agotó las energías de nuestros modernos de la Agrupación Espacio y su entorno y llevó a buena parte de sus miembros, temprana o tardíamente, a tener que vérselas abiertamente con el poder. El diálogo Martuccelli/Córdova abunda en testimonios a este respecto. 

Las tensiones anteriores terminan concretándose en una tercera, la existe que entre cultura y política. No pocos de nuestros modernos, como dije al inicio, eran conscientes de haberse situado en la encrucijada entre el cuidar de sí y de la ciudad (ética y política) y conocerse y expresarse a sí mismos (cultura). Es más, su ámbito inicialmente preferente de intervención, el mundo de la cultura, era ya de suyo un campo de batalla por el sentido. Pero en este caso, por la presencia preponderante de arquitectos y urbanistas en las huestes de la modernidad, la pugna se refería ya no solo al mundo simbólico y a los juegos de lenguaje sino a la necesaria transformación de la realidad a través de la gestión del territorio y la dación de forma racional al espacio. Ya en la batalla por el sentido, el grupo de los modernos chocó con el poder en su dimensión simbólica y constructora de subjetividad, pero este choque se hizo más estruendoso y se extendió a otras dimensiones cuando se vieron afectados los intereses. Y evidentemente hacer arquitectura y ciudad desde la racionalidad moderna y empeñarse en llevar cabo una manera nueva de gestionar el territorio y el habitar, removió los cimientos de los poderes ya no solo simbólicos sino sociales, políticos y económicos del establecimiento.

Ante esta situación, el grupo profesional de los modernos fue tomando conciencia de las dificultades para lograr su propósito inicial sin intervenir directamente en política. El proceso de esta toma de conciencia y de búsqueda afanosa de caminos de salida de este entrampamiento se constituyó en un semillero de alternativas, enrumbadas todas ellas hacia la intervención política en clave modernizadora. Las fuentes de inspiración para este nuevo emprendimiento fueron varias, desde el socialismo occidental y la social-democracia hasta el social-cristianismo y un liberalismo tibio adornado con toques de la vieja ideología del mestizaje. Se construyeron, así, varias opciones políticas (Movimiento Social Progresista, Democracia Cristiana, Acción Popular), con un innegable airea de familia entre ellas, o, como diría Goethe, con evidentes “afinidades lectivas” que Córdova se encarga de recordarnos. Fueron, por otra parte, surgiendo liderazgos ahora ya más definidos, aunque el único que se consolidó políticamente fue el de Fernando Belaúnde. En el fondo, sin embargo, todos estos emprendimientos, aunque relativamente diferenciados entre sí,  buscaban ser los portadores políticos de las demandas de los pobladores urbanos y, en algún caso, el de Acción Popular, de los intereses de la burguesía industrial urbana.

Pero, además de las afinidades, había también en el sector de los profesionales de la modernización diferencias sustantivas. Para mí, lo sustancial no estuvo en las maneras diversas de hacer modernidad sino en la concepción misma del proyecto moderno. Me fijaré solo en los dos extremos: el Movimiento Social Progresista y Acción Popular. Reelaborando mensajes que le venían de los logros y las limitaciones de la Agrupación Espacio, el Movimiento Social Progresista asume la modernidad como un proyecto integral que tiene que ver tanto con la esferas de la cultura  como con los subsistemas sociales, la construcción de la subjetividad y la vida cotidiana. No se trataba solo de construir ciudad y de gestionar racionalmente el territorio, sino de transformar, en clave moderna y de manera plena, las estructuras básicas del habitar. En el caso de Acción Popular, por el contrario, la modernidad es asumida como un conjunto, no siempre articulado, de programas de modernización del Estado y de algunos aspectos de los subsistemas sociales. Hasta podría decirse que Acción Popular tenía puesta su mirada más en el construir que en el habitar, más en la lógica instrumental que en la lógica emancipadora de la modernidad. Esta lectura y esta práctica recortadas del proyecto moderno son las que, finalmente, se impusieron y abrieron un camino que, después del paréntesis reformista de Velasco y de la deriva sin rumbo de García, desembocó, bajo los ojos vigilantes de organismos multilaterales, en el neoliberalismo, para el que la modernidad no es ni siquiera un programa sino un asunto de disciplina fiscal y financiera. Y, así, la narrativa englobante y liberadora de la modernidad, de la que fueran portadores nuestros profesionales modernos de mediados del siglo pasado, termina, como predijera tempranamente Max Weber, encerrada en la “jaula de hierro” de la disciplina fiscal.

Coincidencias y diferencias

Si nos atenemos a lo que los libros aquí comentados nos narran, podemos afirmar que, desde inicios de la segunda mitad del siglo XX, comenzando incluso con el gobierno de Bustamante y Rivero (1945-1948), se fueron constituyendo en el Perú dos “nuevos” sujetos colectivos portadores de modernidad: los provincianos que comenzaron a poblar las ciudades, especialmente Lima, y un grupo empeñoso de profesionales, intelectuales y artistas ya de antiguo urbanos. Estos dos sujetos colectivos se encuentran en la ciudad, pero la ciudad es para ellos no solo el escenario más propicio sino la actora protagónica de los proyectos de transformación de las condiciones de existencia social en clave modernizadora. He aquí una primera coincidencia entre ambos grupos. Esta compartida atribución de protagonismo a la ciudad tiene, por cierto, que ver con las migraciones de las que Matos Mar da cuenta minuciosamente, pero está también relacionada con la paulatina conformación de un lenguaje urbano que, heredero la racionalidad moderna, va instalándose en los ámbitos profesionales, artísticos, científico-técnicos, filosóficos y hasta políticos, y haciendo posible que la ciudad se hable a sí misma. En la elaboración y socialización de ese lenguaje, la Agrupación Espacio desempeñó el papel de semillero de alternativas y la literatura, especialmente la narrativa, se encargó de dar categoría artística al lenguaje urbano moderno y de refigurar simbólicamente los dolores de parto del hacer ciudad a la moderna.

En el hacer ciudad se advierten, sin embargo, diferencias significativas entre los sujetos colectivos mencionados. Para los nuevos pobladores urbanos, el hacer ciudad, como José Matos subraya reiteradamente, responde a la búsqueda de oportunidades y a demandas acumuladas de justicia, equidad y participación ciudadana, mientras que para los profesionales de la modernidad, como queda de manifiesto en las conversaciones entre Córdova y Martuccelli, de lo que se trata es de racionalizar el habitamiento y de dotar a los habitantes urbanos de lenguajes apropiados para que puedan hablarse a sí mismos, a lo que hay que añadir la preocupación por proveer a los nuevos pobladores de la ciudad de viviendas y espacios de convivencia dignos. No es raro, por tanto, que Matos lea optimistamente el desborde en términos de emergencia de una sociedad nueva y hasta de un nuevo pacto social, ni que los profesionales, con similar optimismo, vean en la racionalización de los lenguajes para construir ciudad como la vía de acceso hacia la modernidad.

En uno y otro caso, el optimismo tiene, en el fondo, el mismo origen y choca con las mismas limitaciones. Con respecto a las limitaciones diré solamente que tanto el lector de la emergencia –téngase en cuenta que Matos fue cercano a la Agrupación Espacio y miembro conspicuo del Movimiento Social Progresista- como los racionalizadores prestaron escasa atención a lo que estaba ocurriendo más allá de los linderos de la ciudad, en el mundo rural y en los circuitos transnacionales del capital, y, por otro lado, tuvieron poco en cuenta que eso que estaba ocurriendo tenía también sus representantes en la propia ciudad.

En cuanto al origen del optimismo, creo que en ambos casos es la vieja idea de progreso, una idea por la que venían ya doblando las campañas desde inicios del siglo XIX y de cuyas cenizas nació la de desarrollo y luego la de subdesarrollo. Dentro de este horizonte de sentido, asumido como normativo, la potencialidad para transformar el desborde popular en reconciliación definitiva Estado/sociedad es atribuida no ya a una clase social con perfiles definidos sino a ese conglomerado variopinto de los nuevos pobladores urbanos; mientras que los profesionales del lenguaje (arquitectónico, urbanísticos, artísticos, etc.) se atribuyen a sí mismos la capacidad de introducir la racionalidad en la articulación del territorio y, principalmente,  en la construcción y gestión de la ciudad. En el primer caso, el progreso se entiende, principalmente, como satisfacción de demandas de servicios públicos y crecimiento económico; en el segundo, el progreso se piensa como racionalización de las maneras de hacer país y ciudad y de proveer a sus hacedores de herramientas teóricas y simbólicas para diseñar ese proceso y darle capacidad expresiva. Podría decirse que a los primeros les sobraba movimiento y les faltaban organizaciones permanentes e ideas regulativas, y a los segundos les sobraban propuestas reguladoras y les faltaban liderazgos decididos  y acogida social. La presencia, al mismo tiempo y en el mismo espacio, de este conjunto de variables podría ser haber sido leída como anuncio de desasosiego si se hubiese producido el encuentro fecundo entre ellas. La primera tentativa de encuentro, la que protagonizó Belaúnde, en el ámbito político con Acción Popular y en el social con Cooperación Popular, terminó siendo un “parto de los montes”. Como en la fábula de Esopo, las señales de desasosiego y estremecimiento terminaron dando a luz a un ratoncillo que no le hizo mella alguna al sistema. Poco después, sin embargo, un segundo intento, el de Velasco, recogiendo viejas demandas expresadas ahora con el nuevo lenguaje de la teoría de la dependencia, sí se propuso construir las bases de un Estado-nación moderno. Los “progresistas” populares de la “periferia” urbana oscilaron entre el apoyo entusiasmado y la reticencia, si no la oposición,  con respecto a las reformas del gobierno militar, mientras que los profesionales, especialmente los que habían participado en el Movimiento Social Progresista prestaron sus capacidades, que no eran pocas, para el diseño y la realización del proyecto reformista de Velasco (Matos estuvo entre los que se abstuvieron). Pero, independientemente de las debilidades del proyecto velasquista, que las tuvo, los tiempos no daban para pensar en Estados-nación. El progreso, vestido ya de desarrollismo, era hechura no tanto de las burguesías “nacionales” cuanto de los centros de control y acumulación del capital para terminar de construir el sistema-mundo, articulando, en la condición de subordinadas, las economías de la periferia. Desde la perspectiva del progreso convertido en desarrollo, la satisfacción de las demandas populares no podía ser ya sino consecuencia del crecimiento económico, y el bienintencionado racionalismo de los profesionales no daba para a escapar del predominio de la racionalidad instrumental que subyace a la dogmática del crecimiento.


En cualquier caso, lo cierto es que, sumada a procesos no considerados en los libros comentados, la acción de los nuevos pobladores urbanos y de los profesionales de la racionalidad moderna contribuyó significativamente a urbanizar el país y, en vieja expresión de José Matos, a “ruralizar la ciudad”. Para terminar, me pregunto retóricamente, porque sé que esta pregunta no puede tener respuesta, ¿qué sería el Perú hoy si de veras hubiesen trabajado de consuno estos dos actores sociales?  Sí se puede, sin embargo, afirmar que el hecho de que esa co-operación no se produjera se suma a la lista de “oportunidades perdidas” que puebla desde antiguo nuestra historia.

2 comentarios:

  1. Que importante es que estos conocimientos puedan difundirse de manera pública y felicito al Dr Lopez Soria por tan importante accion.
    Me quedan dudas y cuestionamientos luego de leer el artículo con respecto a los arquitectos de la llamada arquitectura moderna en el Perú
    ¿Es posible denominarlos modernos solo porque se introdujo a imitación las formas venideras de la arquitectura europea de 20 años atras? Se entiende que hay un nuevo aire , nuevas ideas , una busqueda de tecnología y racionalidad , pero ¿era logico que estas se hallan escogido desde la imitacion formal? ¿cual fue el aporte como objeto arquitectonico en cada caso? Salvo la Facultad de Arquitectura-UNI, los escritos de Cartucho Miro Quezada , la casa Wiracocha y algun otro intento por reinterpretar nuestro legado cultural no encuentro razones tangibles (llamese obra arquitectonica) que refleje la motivación ,el pundonor , la rebeldía ideológica de los arquitectos mencionados en el artículo.
    De igual modo puede haber arquitectura moderna en una sociedad que aun no es moderna hasta el dia de hoy.
    ¿Es necesario ser moderno ( llamese ruptura con el pasado) en un país que su mayor riqueza esta ubicada en ese escenario?
    Gracias por tan importante medio de difusión como este blog

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  2. Estimado amigo anónimo:
    Te contesto tarde porque he tenido problemas con mi computadora.
    Gracias por la felicitación. Recuerda que doy cuenta de dos perspectivas de modernización, la de los profesionales urbanos y la de los sectores populares. La primera se expresa, como dices bien, en algunas obras de arquitectura y en trazados urbanísticos; la segunda se manifiesta en las llamadas "barriadas". Pero, además del fruto constructivo y urbanístico (que no es abundante, si excluimos las barridas), los modernizadores de uno y otro lado abrieron perspectivas nuevas en política, ideología, arte, cultura, educación, etc. Desde entonces, Lima no es lo que fue hasta entonces e incluso el Perú cambió sustantivamente en la segunda mitad del siglo XX: se inició un proceso fallido de industrialización, la vieja oligarquía terrateniente perdió poder, se hicieron presentes en la política las clases medias y populares ... aunque también es cierto que, desde finales de siglo, la burguesía de las finanzas, la minería moderna y las transnacionales se hicieron del poder que mantienen hasta ahora.
    Me alegra que mi reflexión te haya provocado preguntas y dudas. De eso se trataba.

    José Ignacio López Soria

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