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Lima, Peru
Filósofo e historiador. Nace en España en 1937 y llega al Perú como jesuita en 1957. Formación: humanidades clásicas y literatura, filosofía e historia. Especialización sucesiva: narrativa latinoamericana, filosofía moderna, filosofía de la existencia, historia de la emancipación peruana, pensamiento lukacsiano, historia de la ingeniería peruana y filosofía de la interculturalidad Profesor de la UNI (y rector 1984-89) y otras instituciones académicas en Perú, Budapest, Brasil y Túnez. Autor de 26 libros, 70 colaboraciones en obras colectivas y 150 artículos en revistas. Actualmente dirige el Centro de Historia UNI y es profesor de postgrado en la Universidad Nacional de Ingeniería. Participa activamente en el debate intelectual peruano desde la sociología de la literatura, el marxismo lukacsiano, las perspectivas postmodernas y la filosofía de la interculturalidad. En su libro "Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna" propone, como horizonte utópico de la actualidad, la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades que enriquecen a la sociedad peruana. Contacto: jilopezsoria@gmail.com

23 nov 2015

Conceptos de filosofía política en la Constitución de Cádiz




José Ignacio López Soria

Contribución la libro que coordinada Margarita Guerra y publicará el Fondo Editorial de la PUCP

Introducción

Hay que tener en cuenta, desde el comienzo, que las categorías conceptuales a las que vamos a referirnos aquí (nación, patria, ciudadado y otras) no tenían una definición unívoca y precisa en la época de la que nos ocupamos: finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. Se trata, en no pocos casos, de conceptos recogidos de tradiciones anteriores y resignificados en juegos de lenguaje que remiten, en más de un aspecto, a la lucha por el sentido, una lucha que es una de las dimensiones –la dimensión simbólica- de la pugna por el poder. El concepto mismo de poder es también polisémico: se inscribe, en un extremo, en la lógica cruda de la dominación y la explotación, y, en el otro, en la lógica de un ordenamiento de la convivencia que haga posible el uso legalmente controlado de la violencia, el aseguramiento de la propiedad, el ejercicio de la libertad y del principio de equidad, etc.

Como puede suponerse, no nos ocuparemos en este escrito de ese universo conceptual ni de sus variados juegos discursivos. Nos limitaremos a explorar el significado de algunos conceptos básicos de filosofía política en el Discurso preliminar leido en las Córtes al presentar la comision de constitucion el proyecto de ella y en la Constitución política de monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812. Seguiremos en estudios posteriores, si el tiempo y las capacidades nos lo permiten, explorando el trasfondo filosófico del que proceden esos conceptos y analizando la significación que tienen en otros textos y prácticas sociales de la época.

Después de presentar en trazos gruesos algunos rasgos del contexto histórico, nos centraremos en la presentación y análisis de los conceptos. Daremos cuenta, después, de las presencias débiles y las ausencias significativas que se advierten en los documentos mencionados. Y terminaremos proponiendo algunas conclusiones preliminares.

La bibliografía disponible sobre el tema es hoy muy abundante. Con motivo del bicentenario, en 2012, de la promulgación de la Constitución de Cádiz, a lo que hay que añadir las conmemoraciones de los bicentenarios de nuestras independencias, se están produciendo incontables estudios y reproduciendo muchos documentos de la época, algunos de los cuales aparecen en páginas “confiables” de la red virtual. Nosotros nos fijaremos solo en un puñado de ellos.

Contexto histórico

El contexto en el que se elabora la Constitución de Cádiz es marco obligado de referencia en cuanto lugar histórico de enunciación del discurso constitucional y horizonte de sentido que brinda herramientas expresivas a los autores del texto gaditano. De ese marco general subrayamos solo algunos rasgos.

En las últimas décadas del siglo XVIII y primeras del XIX, el patrón civilizacional iniciado con los “descubrimientos”, las conquistas, las colonizaciones y las reformas religiosas de dos siglos antes conoce una nueva etapa de índole republicana con agendas difícilmente articulables: la de aquellos que ponen el acento en la justicia y la igualdad para liberarse de la opresión, la de quienes apuntan a la libertad como condición necesaria para el despliegue pleno de la posibilidad humana, y la de los que enfatizan la importancia de la seguridad para preservar lo esencial de las anteriores estructuras internas del poder material y simbólico.

En el ámbito de este proceso, marcado por la difusión del liberalismo ilustrado, por los intentos de controlar el revolucionarismo popular y por la expansión napoleónica, se produce en 1808 la invasión de la Península por las tropas francesas. No debe olvidarse, además, como señala Carrera Damas, que “La crisis de la monarquía cristiana, como sistema sociopolítico, como universo espiritual e ideológico y como eje de sistemas imperiales, se inició dramáticamente con la independencia de las trece colonias inglesas de América del Norte …” (Carrera Damas, 2003: 11), acompañada de la abolición de la monarquía y la instauración de la república. La crisis afectaba particularmente a la monarquía española, debitada por la decadencia económica, la corrupción palaciega, la inconformidad popular, los movimientos indígenas y de afrodescendientes y los primeros asomos de independentismo en las colonias americanas.

La reacción española a la invasión napoleónica no se hizo esperar. Los levantamientos contra el invasor se vieron acompañados por la constitución de juntas locales y regionales, unificadas pronto en la Junta Central Suprema Gubernativa del Reino y, más adelante, por el Consejo de Regencia de España e Indias y las Cortes de Cádiz (Hernández Sánchez-Barba: 1963: 2: 261-263). Simultáneamente, en América, haciéndose profesión de fidelidad a la corona y ateniéndose al principio de la soberanía popular y al pactismo suareciano, se fueron constituyendo juntas gubernativas, orientadas, por un lado, a salvaguardar los derechos del monarca depuesto, y, por otro, a institucionalizar el ejercicio de las libertades económicas, sociales, políticas e individuales. Si a la constitución de juntas en América unimos los levantamientos, las proclamas y el movimiento social, advertimos que estamos ante una situación compleja en la que se entretejen, de manera no necesariamente armónica, varias tendencias: desde aquellas que buscan simplemente preservar los derechos de la corona hasta las que apuntan a la independencia y al imperio de las libertades, sin olvidar las que buscan soluciones intermedias como el autonomismo y las centradas en el logro de la justicia y la equidad.

Un componente importante del contexto ideológico-político de la época es el Estatuto de Bayona (Estatuto de Bayona, 1808), del 6 de julio de 1808, expedido “en el nombre de Dios Todopoderoso” y que reconoce a José Bonaparte como “rey de las Españas y de las Indias”, por la gracia de Dios, y declara de inmediato (Art. 1) que “La religión Católica, Apostólica y Romana, en España y en todas las posesiones españolas, será la religión del Rey y de la Nación, y no se permitirá ninguna otra.” Establece, además, que “La Corona de las Españas y de las Indias será hereditaria en nuestra descendencia [la de los Bonaparte] directa, natural y legítima, de varón en varón, por orden de primogenitura y con exclusión perpetua de las hembras.” (Art. 2).
El Estatuto crea 9 ministerios, el Senado, el Consejo de Estado y las Cortes. El Senado se compone de 2 infantes y 24 individuos nombrados por el rey. En el Consejo de Estado se incluyen 6 diputados de Indias. Las Cortes o Juntas de la Nación, cuando se constituyan, estarán compuestas por 172 individuos (art. 61) divididos en tres estamentos: el alto clero, la nobleza y el pueblo (representantes de las provincias de España e Indias, de las ciudades principales de España e islas adyacentes, de los negociantes o comerciantes, y de las universidades). Para ello se dividen la población y el territorio en provincias, partidos y pueblos. El presidente de las Cortes es nombrado por el rey (art. 69). Los presentantes del alto clero y los de la nobleza son elevados a esta categoría “por una célula sellada con el gran sello del Estado” (art. 65 y 66). Los diputados de las provincias son nombrados por ellas de entre quienes posean bienes raíces; los de las ciudades, por los respectivos Ayuntamientos; los representantes de los negociantes y comerciantes son nombrados por el rey a propuesta de los Tribunales y Juntas de Comercio; y los diputados de las universidades son igualmente nombrados por el rey a propuesta del Consejo Real y de las universidades. Las Cortes sesionarán al menos una vez cada tres años (Art. 76) y su trabajo se organizará en cuatro comisiones: justicia, interior, hacienda e Indias.

Con respecto a los reinos y provincias españolas de América y Asia, el Estatuto de Bayona establece que “… gozarán de los mismos derechos que la Metrópoli.” (Art. 87) y, por tanto, son libres para desarrollar todo tipo de cultivo e industria, para comerciar entre sí y con la metrópoli, sin privilegio alguno para ninguna persona o corporación, y para nombrar a sus representantes ante el Gobierno y las Cortes. Los diputados de América y Asia serán 22: 2 por cada una de las circunscripciones mayores (Nueva España, Perú [1], Nueva Granada, Buenos Aires y Filipinas) y 1 por cada una de las menores (Cuba, Puerto Rico, Venezuela, Caracas, Quito, Chile, Cuzco, Guatemala, Yucatán, Guadalajara, provincias internas occidentales de Nueva España, y provincias orientales). “Estos diputados serán nombrados por los Ayuntamientos de los pueblos, que designen los virreyes o capitanes generales, en sus respectivos territorios.” (Art. 93) Para ser diputado se requiere ser propietario de bienes raíces y ser natural de la provincia respectiva.

“Seis diputados nombrados por el Rey, entre los individuos de la diputación de los reinos y provincias españolas de América y Asia, serán adjuntos en el Consejo de Estado y Sección de Indias. Tendrán voz consultiva en todos los negocios tocantes a los reinos y provincias españolas de América y Asia.” (Art. 95)

Como puede advertirse, el Estatuto de Bayona intenta organizar la gobernanza de España y sus posesiones desde una perspectiva tradicional con ciertas concesiones innovadoras. Lo tradicional se advierte claramente en la consideración de la monarquía, el alto clero, la nobleza, la jerarquía militar y los comerciantes y propietarios como pilares básicos del cuerpo social, amalgamados ideológicamente por la religión católica, con exclusión explícita de cualquier otra, y organizados estamentalmente, bajo la primacía del monarca. Lo innovador asoma, primero, en la organización del territorio y los pobladores en provincias, partidos y pueblos; segundo, en la distribución racional de las funciones gubernamentales (ministerios, senado, consejo de Estado y cortes); tercero, en la constitución misma de las Cortes, aunque por “pueblo” hay que entender no propiamente a los individuos de a pie sino a las autoridades de las circunscripciones territoriales; y, cuarto, en la participación de representantes americanos y en la concesión de libertades de imprenta y de producción y comercio a las provincias de ultramar.

Con esta estrategia, tradicional e innovadora al mismo tiempo, los Bonaparte pretendieron asegurar su poder, por un lado, haciendo concesiones a los liberales sin asustar a los conservadores, y, por otro, respondiendo a las reclamaciones de los criollos sin atender las demandas de justicia y equidad de las poblaciones originarias y afrodescendientes de las colonias. Esta estrategia no aquietó los ánimos ni en España ni en sus posesiones, pero contribuyó a marcar algunas de las líneas de lo que sería el constitucionalismo gaditano. De hecho, en la propuesta de convocatoria a las Cortes y de elaboración de una constitución, que hace Calvo de Rozas (1809) el 15 de abril de 1809, se arguye que

“Si el opresor de nuestra libertad ha creído conveniente el halagarnos al echar sus cadenas con las promesas de un régimen constitucional reformativo de los males que habíamos padecido, opongámosle un sistema para el mismo fin, trabajando con mejor fe y con caracteres de más legalidad.” (Calvo de Rozas, 2004)

Esta misma idea es reiterada, años más tarde, en la década de 1820, y desde el destierro en Inglaterra, por Agustín Argüelles, sobresaliente diputado de las Cortes de Cádiz y abanderado del liberalismo romántico, quien sostiene que

“la reforma era arma que no podía menos de emplearse contra un conquistador [Napoleón] tan sagaz como atrevido, que también la usaba para someter a la nación, siendo entre sus manos más poderosa y temible que cuantos medios militares había reunido para la empresa.” (Argüelles, 1970: 33).

Aunque las reformas que Napoleón ofrecía, añade Argüelles, “no podían compensar la pérdida de la independencia nacional, que era el precio a que se las vendía aquel usurpador.” (Argüelles, 1970: 80), la regencia no tuvo debidamente en cuenta que “… muchos españoles, no pudiendo resistir al aliciente de las reformas que les ofreció el enemigo, se pasarían a su bando …” (Argüelles, 1970: 96). Y esto ocurría cuando “… habían tomado aspecto más serio y peligroso los disturbios de Buenos Aires y de Caracas, y que se temía que las demás provincias de aquel vasto continente imitasen el fatal ejemplo, si no se adoptaban con prontitud providencias que lo estorbasen.” (Argüelles, 1970: 97).

Se advierte, pues, que tanto los temores a la expansión del movimiento independentista en las colonias como el atractivo de las reformas introducidas por el Estatuto de Bayona están presentes en la mente de quienes pensaban en la necesidad y conveniencia de constituir las Cortes y, luego, de los propios diputados reunidos en las Cortes de Cádiz.

Resignificando la tradición

Agustín de Argüelles (1776-1844), líder de los liberales de las Cortes de Cádiz, desempeñó un papel protagónico en la redacción tanto de la Constitución de 1812 como, especialmente, del Discurso preliminar leido en las Córtes al presentar la Comision de Constitucion el proyecto de ella (Discurso preliminar, 1812). Si algo caracteriza a la argumentación de Argüelles a favor de la constitución gaditana es que sus artículos se basan en la tradición jurídica y consuetudinaria de los antiguos reinos de España. En el Discurso preliminar se subraya que

“Cuando la Comision dice que en su proyecto no hay nada nuevo, dice una verdad incontrastable, porque realmente no lo hay en la sustancia. Los españoles fueron en tiempos de los godos una Nacion libre é independiente, formando un mismo y único imperio; los españoles, después de la restauracion, aunque fueron tambien libres, estuvieron divididos en diferentes estados en que fueron más ó menos independientes, segun las circunstancias en que se hallaron al constituirse reynos separados; los españoles nuevamente reunidos baxo una misma monarquia todavia fueron libres por algún tiempo; pero la union de Aragon y de Castilla fue seguida muy en breve de la pérdida de la libertad, y el yugo se fue agravando de tal modo, que últimamente habiamos perdido, doloroso es decirlo, hasta la idea de nuestra dignidad, si se exceptuan las felices provincias vascongadas y el reyno de Navarra …”

“y extrayendo, por decirlo así, de su doctrina [las leyes tradicionales] los principios inmutables de la sana política, ordenó su proyecto, nacional y antiguo en la sustancia, nuevo solamente en el orden y método de su disposicion.”

A la sustentación de esta misma idea le dedica Argüelles muchas páginas en su Examen histórico de la Reforma constitucional. “El principio de la elección libre de los reyes y de restricciones puestas a su autoridad en la monarquía goda se reprodujo, en los gobiernos fundados en España, apenas comenzó a rescatarse la nación del dominio de los árabes.” (Argüelles, 1835: 41). Para Argüelles, la historia de ese “rescate” está atravesada por el principio de la libertad, manifiesto en la creación de Cortes en las que los tres “brazos” o “cuerpos” o “estados” fundamentales –la nobleza, el clero y los procuradores de villas y ciudades- se reúnen, primero y principalmente, para reconocer a los reyes y a sus descendientes; segundo, para poner límites a su autoridad y, tercero, para tomar decisiones sobre los asuntos más importantes de gobierno. Esta tradición, presente durante siglos en los reinos de la España de la “Reconquista”, se mantuvo todavía al constituirse la unión de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, pero fue luego interrumpida abruptamente por Carlos I, exactamente en 1538, cuando los “brazos”, reunidos en Toledo, negaron al rey-emperador los subsidios que solicitaba. El rey respondió eliminando las Cortes. “Así terminaron en Castilla los privilegios aristocráticos de la nobleza y alto clero que les daban participación directa en la autoridad política del estado.” ((Argüelles, 1835: 46). Se consumó, de esta manera, sigue anotando Argüelles, “la ruina del gobierno más libre, tal vez, que existía en Europa en aquella era”. En adelante, quedaron solo los procuradores de las ciudades y villas para proteger y defender a la nación y poner un freno, ya débil, al absolutismo real, iniciado por los “Austria” y reforzado por los Borbones, casas, ambas, ajenas -subraya Argüelles- a la tradición jurídica de los reinos de España.

Basten estas referencias para tener en cuenta, desde el inicio, que para los liberales como Argüelles no era fácil, a inicio del siglo XIX, transformar una monarquía absoluta en otra constitucional o “monarquía moderada hereditaria” con una división clara de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial y una decidida atribución de soberanía a la nación. Para hacerlo, sin ahuyentar a los partidarios del antiguo régimen ni dar alas al jacobinismo, sin poner en riesgo el manteniendo de los territorios de ultramar ni desconocer las aspiraciones autonomistas de sus poblaciones, sin debilitar la animosidad contra la invasión napoleónica ni dejar de lado el reformismo burgués, los liberales de las Cortes de Cádiz tuvieron que moverse con pasos de ballet entre extremos irreconciliables. El recurso a la tradición como fundamento del “proyecto” de reforma, poniendo la “sustancia” en los principios básicos de las leyes y fueros de los antiguos reinos y considerando como “nuevo” solo el orden y método de su disposición, es decir la “forma”, es, sin duda, fruto de un estrategia, considerada entonces como sabia, para facilitar la aprobación de la propuesta de constitución.

El juego de términos no es aquí fortuito. Mientras que los conceptos de sustancia y forma remiten a la filosofía escolástica, los de novedad y proyecto se inscriben en la racionalidad moderna de signo ilustrado. Nuevamente, el juego de lenguajes revela una estrategia discursiva de concesiones que contribuye a que el naciente proyecto constitucional sea sólo débilmente “autorreferencial”, es decir nacido de la decisión de un pueblo de constituirse en nación y darse a sí mismo el marco jurídico de la convivencia, sin referencia a nada que no sea su propia decisión, expresada como “voluntad general” a lo Rousseau. Y es sabido que la autorreferencialidad es la piedra angular del edificio de la modernidad en clave ilustrada.

Refiriéndose al ambiente político de las Cortes de Cádiz, García de Cortázar y González Vesgas subrayan que “Lo que en principio parecía una reunión estamental a la vieja usanza … progresa, rápido, hacia una revolución liberal de guante blanco.” (García de Cortázar y González Vesgas: 2000, p. 431). Bajo el liderazgo de la burguesía y con una menor presencia de la nobleza y el clero y una total ausencia de las clases populares, los constituyentes se proponen desmontar, desde arriba, la arquitectura del régimen absolutista y dar pasos trascendentales hacia la implantación de la racionalidad moderna. En esta línea se inscriben tanto la eliminación de las trabas que lo impedían (Inquisición, diezmos, señoríos y mayorazgos, aduanas interiores, gremios, representación estamental, etc.) cuanto la liberación de las fuerzas que lo favorecían (libertades de imprenta, comercio, producción y trabajo, reconocimiento de la igualdad de los ciudadanos, atribución de soberanía a la nación, relativa representación popular, etc.). Pero la Constitución de 1812, como bien anotan los autores mencionados, sigue haciendo concesiones a la religión y a la nobleza “en la definición de un Estado confesional y en el reconocimiento de las propiedades de los privilegiados …” (García de Cortázar y González Vesgas:2000, p. 431).

Advertimos, por tanto, que en el seno de las Cortes de Cádiz, habitan diversos horizontes de sentido. Los tradicionalistas siguen pensando la sociedad como una agrupación jerárquica de corporaciones (estados o cuerpos) que recoge, en más de un aspecto, la idea del corpus mysticum (cuerpo místico), secularizado en la forma de corpus sociale (cuerpo social), que viene de la primera escolástica (Tejada, 1954:36-42). Los liberales, y especialmente Argüelles, prefieren acogerse a la segunda escolástica, la de signo suareciano, entendiendo el “pacto social”, aunque no sea explícito, entre la nación y el rey como la marca de identidad del gobierno legítimo y recurriendo a la tradición jurídica hispánica para proveer de legitimidad y de densidad histórica a la institución de las Cortes. No deja de llamar la atención que el liberalismo y la Filosofía de las Luces tengan una presencia débil en Cádiz. Este fenómeno no puede ser atribuido a la falta de familiaridad con estas concepciones por parte de los diputados, de algunos de los cuales se sabe que estaban bien informados sobre las nuevas corrientes de la filosofía política de la época, aunque no faltaban quienes las consideraban como las principales responsables de la descomposición del orden que querían conservar. En cualquier caso, la falta significativa de referencia a esas nuevas filosofías políticas no queda sin consecuencias en la matriz discursiva de Cádiz.

Las ideas de nación, patria, ciudadanía, pueblo, individuo, etc., de las que nos ocuparemos a continuación, tienen, por tanto, que ser interpretadas a luz de un horizonte de significación habitado por estrategias discursivas y juegos de lenguaje que, por un lado, tienen que fundamentar la novedad en la restauración de la antigüedad y, por otro, se atreven a dar forma expresiva a demandas inscritas en el ámbito de la actualidad, recurriendo para ello a una resignificación de la tradición. Este difícil balanceo entre lo antiguo y lo moderno, relativamente habitual en la narrativa política de la época, se manifiesta en el carácter frecuentemente polisémico de los conceptos básicos tanto del Discurso preliminar como de la Constitución de Cádiz.

La idea de nación

El concepto de “nación” y sus derivados aparecen más de 100 veces en el Discurso preliminar, generalmente para definir los derechos y obligaciones tanto de la nación (el conjunto del cuerpo social) cuanto de los individuos que la componen. Es, sin embargo, parco este documento con respecto a qué deba entenderse exactamente por nación, quizás porque, recurriendo a las leyes de los antiguos reinos de España, lo da por sobreentendido. Hay, no obstante, en el Discurso un parágrafo algo más explícito a este respecto. Al referirse a las circunstancias que han de concurrir para que alguien pueda ser considerado ciudadano español, anota que “Como individuo de la Nacion se hace partícipe de sus privilegios, y sólo baxo seguridades bien calificadas pueden ser admitidos en una asociacion política los que así como son llamados á formarla, lo son tambien á conservarla y defenderla.” Es decir, la nación es una asociación política que se constituye cuando un pueblo acepta ser conducido por un rey, quien lo ampara y protege con “leyes humanas y liberales” a través de instituciones que conforman el Estado. Vemos, pues, que, aunque de manera imprecisa, en el Discurso preliminar están sugeridos los tres componentes básicos del Estado-nación: el pueblo, la nación y el Estado.

El pueblo, organizado originalmente en corporaciones (nobleza, clero, corporaciones, gremios) que constituyen el corpus sociale, comienza a ser pensado como conjunto de individuos que conservan, sin embargo, aquellos de sus antiguos fueros y privilegios corporativos que no se oponen al bien “del común” (la nación).

La nación, en el Discurso preliminar, es la española (ya no la vasca, castellana, aragonesa, catalana, navarra, etc.) y está constituida por los nacidos en “las Españas” y también, en determinadas condiciones, por los avecindados en ellas e incluso por los originarios de África si se lo ganan por la “virtud”, el “mérito” o la “aplicación”. Esa nación es soberana, libre e independiente. Es celosa de sus libertades, conserva el recuerdo de su propia historia, provee de identidad a los españoles y mantiene intereses que se distinguen de los de las corporaciones y particulares. La nación está provista de derechos que son diversos a los de los reyes e individuos. Es ella la que, con el rey, hace las leyes, a través de sus representantes (los procuradores) reunidos en las Cortes, como las hacían antes los congresos nacionales de la tradición goda y las “cortes generales” de Aragón, Navarra o Castilla, aunque en estos casos esas instituciones estaban constituidas por el rey, los “brazos” o “cuerpos” (nobleza y clero) y el pueblo. La condición de soberana, que la tradición atribuye a la nación, da a esta el derecho no solo de hacer las leyes y de imponer a los españoles obligaciones para con la nación, sino de elegir al rey, a través de los procuradores y “según el pro común del reyno” o “interés común de los pueblos”. Como elemento cohesionador de la nación se conserva la religión católica, con exclusión de cualquier otra.

El Estado es el conjunto de normas e instituciones que organizan la gobernanza y regulan las relaciones de los miembros de la nación entre sí y de ellos con el gobierno. Corresponde, además, al Estado proteger los derechos civiles y políticos de los individuos, hacer que estos cumplan sus obligaciones y velar por los intereses de la nación en el ámbito internacional.

Diciendo basarse en el Fuero Juzgo, el Discurso preliminar sostiene que

“La soberania de la Nacion está reconocida y proclamada del modo más auténtico y solemne en las leyes fundamentales de este código. En ellas se dispone que la corona es electiva; que nadie puede aspirar al reyno sin ser elegido; que el Rey debe ser nombrado por los obispos, magnates y el pueblo; … mandan expresamente que las leyes se hagan por los que representen á la Nacion juntamente con el Rey; que el monarca y todos los súbditos, sin distincion de clase y dignidad, guarden las leyes; que el Rey no tome por fuerza de nadie cosa alguna, y si lo hiciere, que se la restituya. ¿Quién á vista de tan solemnes, tan claras, tan terminantes disposiciones podrá resistirse todavia á reconocer como principio innegable que la autoridad soberana está originaria y esencialmente radicada en la Nacion?”

A partir de esta argumentación no es extraño, como hemos anotado, que el Discurso preliminar afirme que en el nuevo proyecto de constitución “[…] no hay nada nuevo […] porque realmente no lo hay en la sustancia.” Se trata de un proyecto “[…] nacional y antiguo en la sustancia, nuevo solamente en el orden y método de su disposicion.” Lo nacional es entendido como la continuación, reformulada, de las tradiciones. Siendo esto lo más importante, la Constitución de Cádiz dedica la primera parte a “Lo que corresponde á la Nacion como soberana é independiente, baxo cuyo principio se reserva la autoridad legislativa.” La segunda parte está dedicada a la “potestad executiva”, que le corresponde al rey; la tercera, a “La autoridad judicial delegada á los jueces y tribunales”; y la cuarta, a “El establecimiento, uso y conservacion de la fuerza armada y el orden económico y administrativo de las rentas y de las provincias.”

El Discurso preliminar se encarga de advertir que esta división de poderes es una “sencilla clasificación” que se basa en “la naturaleza misma de la sociedad” porque, como muestra la historia, quienes legislan son diversos de quienes se encargan de la ejecución de las leyes y de quienes las aplican, por tratarse de actos diversos entre sí. “Del exâmen de estas tres distintas operaciones, y no de ninguna otra idea metafísica, ha nacido la distribucion que han hecho los políticos de la autoridad soberana de una Nacion, dividiendo su exercicio en potestad legislativa, executiva y judicial.” Porque, sigue afirmándose en el Discurso

“La experiencia de todos los siglos ha demostrado hasta la evidencia que no puede haber libertad ni seguridad, y por lo mismo justicia ni prosperidad, en un Estado en donde el exercicio de toda la autoridad esté reunido en una sola mano. Su separacion es indispensable …” .

Lo que realmente interesaba al liberal Argüelles –partícipe de ese juego de lenguajes al que nos hemos referido arriba- era hacer ver que la novedad, la división de poderes, era connatural a la vida social y enraizada en la tradición hispánica y no recogida de la filosofía de las luces, a la que los tradicionalistas (Tejada, 1954: 128-137) suelen calificar de filosofía abstracta y los liberales de “idea metafísica” porque no tiene en cuenta la historia de los pueblos.

Para desconocer las cesiones ocurridas en Bayona, el Discurso preliminar afirma enfáticamente que la nación no es ni puede ser propiedad de la familia real, por eso hicieron bien los congregados en Cádiz en proclamar la soberanía de la nación y “declarar nulas las renuncias hechas en aquella ciudad de la corona de España por falta del consentimiento libre y espontáneo de la Nacion …”. Sin decirlo explícitamente (porque decirlo, después de la expulsión de los jesuitas, habría sido “políticamente incorrecto”), el Discurso está recogiendo la teoría suareciana del pactum societatis (pacto de la sociedad), constitutivo de la sociedad política (la nación) por la voluntad libre del pueblo. Ese pacto social desemboca en un pactum subiectionis (pacto de sujeción), que tiene que ser igualmente libre para que el poder político resultante (el Estado) sea legítimo. En cualquier caso, lo cierto es que el Discurso preliminar entiende por nación el conjunto de los españoles y ya no la reunión de los estamentos o “brazos”, corporaciones y procuradores de las ciudades. En la nación así concebida reside la soberanía y es a ella a la que le corresponde legislar y “ … estar siempre viva y vigilante por medio de sus procuradores sobre la conducta de los funcionarios públicos …”. La nación deposita en el rey toda la potestad ejecutiva “… para que el orden y la justicia reinen en todas partes y para que la libertad y seguridad de los ciudadanos pueda ser protegida á cada instante contra la violencia ó las malas artes de los enemigos del bien público.”

En la Constitución política de la monarquía española, promulgada en Cádiz el 19 de marzo de 1812, el término “nación” aparece 28 veces. Ya en el preámbulo se establece que las Cortes son de la “Nación española” y que las leyes fundamentales se proponen como gran objetivo “ … promover la gloria, la prosperidad y el bien de toda la Nación”.

Inmediatamente después, en el título I “De la Nación española y de los españoles”, se establece que por “Nación española” hay que entender “ … la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios.” (Art, 1). Se añade, en los siguientes artículos, que la nación española es libre e independiente y no patrimonio de ninguna familia o persona, es soberana y está obligada a emitir leyes sabias y justas para proteger la libertad civil, la propiedad y los derechos legítimos de todos los individuos que la componen.

Al referirse al territorio, la religión y el gobierno, la Constitución de Cádiz, teniendo en cuenta la guerra contra Francia y los asomos independentistas y autonomistas en las colonias, deja el tema del ordenamiento territorial para cuando “… las circunstancias políticas de la Nación lo permitan” (Art. 11), determina que la religión de la nación española es y será “perpetuamente” la católica, la “única verdadera”, con exclusión de cualquier otra (Art. 12), y establece que el objeto del gobierno –una “Monarquía moderada hereditaria” (Art. 14)- es “… la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen.” (Art. 13)

Sobre las Cortes, la Constitución establece que estas “… son la reunión de todos los Diputados que representan la Nación, nombrados por los ciudadanos en la forma que se dirá.” (Art. 27). La idea del diputado como representante de la nación y de su obligación de buscar el bien y la prosperidad de esta se reitera en otros artículos.

También el rey debe buscar el bien de la nación (Art. 171) y no puede privar a ningún individuo de su libertad, ni imponerle por sí pena alguna, y si lo hace, el secretario del despacho que firme la orden y el juez que la ejecute serán responsables ante la nación, y castigados por atentar contra la libertad individual (Art. 172). En la fórmula del juramento al subir al trono, el rey debe jurar que jamás tomará a nadie su propiedad, y que respetará sobre todo la libertad política de la nación y la personal de cada individuo (Art. 173).

Con respecto a la sucesión del monarca, si se extinguen las líneas sucesorias que la Constitución establece, las Cortes deben proceder de manera “… conducente al bien de la Nación, sin mira particular ni interés privado.” (Art. 241). Así como los consejeros de Estado deben aconsejar al rey “… lo que entendieren ser conducente al bien de la Nación, sin mira particular ni interés privado.” (Art.241).

Finalmente, entre las instituciones importantes figura la “Tesorería general para toda la Nación” (Art. 345) que dispone de todos los productos de las renta destinada al servicio del Estado.

Como puede advertirse, el concepto de nación es atribuido al conjunto de la población de España y sus dominios. El nombre “puesto” a esa población, “nación española”, remite a una centralidad abiertamente peninsular (y veladamente castellana), según la cual lo “puesto”, el nombre de “nación española”, sirve para reconocer la pertenencia a dicha entidad y para desconocer la diversidad de pueblos, lenguas y culturas que la componen. En este desconocimiento velado de la diversidad advertimos, por una parte, un primer componente de violencia en la Constitución de Cádiz, y, por otra, el asomo tímido del reconocimiento de igual dignidad a todos los pobladores, excluidos los esclavos. Y, así, el principio señorial del honor, de base estamental y elitista, comienza a ser sustituido por el principio de la dignidad en la atribución de identidad (Taylor, 1997: 226). Aunque hay que añadir que el concepto de “dignidad” en la Constitución está todavía relacionado con la estructura jerárquica pre-liberal (Art. 71, 86, 155, 171, 199, 215 y colofón) y, por tanto, referido a las llamadas “dignidades” civiles, militares, eclesiásticas y reales.

En ese juego de reconocimiento/desconocimiento, lo determinante, en primera instancia, está relacionado con el nacimiento y el avecinamiento. A la “nación española” pertenecen tanto los nacidos en las Españas como, con ciertas condiciones, los avecindados en ellas. Importa subrayar, sin embargo, que no se trata de todos los nacidos en las Españas, sino de los “hombres libres” (Art. 5), quedando excluidos los esclavos y sus descendientes hasta que obtengan la condición de “libertos”. Quiere esto último decir que la condición de libre o de esclavo predomina, para la interpelación de alguien como español, sobre el hecho del nacimiento o del avecinamiento. Filosóficamente hablando, poco importa que los libres sean más que los esclavos; lo significativo es que una condición histórico-social (la esclavitud) es, para el reconocimiento de la identidad, más determinante que la condición de pertenencia al territorio. Dicho de otra manera: la condición territorial es necesaria pero no suficiente para pertenecer a la “nación española”. Y esto deja al descubierto un segundo componente de violencia en la concepción de la identidad de la Constitución de Cádiz, aunque hay que anotar, por otro lado, que la no distinción entre “república de españoles” y “república de indios” se enmarca en el asomo del principio de la dignidad al que acabamos de referirnos. Aunque hay que añadir que dicho asomo está aún lejos del principio liberal ilustrado, según el cual la dignidad de la persona se base en la pertenencia a la especie humana. Si este predicado principio se hubiese tomado políticamente en serio, la esclavitud habría tenido que ser definitivamente abolida tanto en las colonias (españolas, inglesas, francesas, portuguesas) cuanto en los emergentes Estados-nación, comenzando por Estados Unidos.

Finalmente, en la definición del “territorio de las Españas” o “territorio español” como base para la constitución de la “Nación española” y de atribución de identidad vuelve a aparecer el juego de reconocimiento/desconocimiento. Se reconocen en pie de igualdad las circunscripciones territoriales de la Península e islas adyacentes y las de América y Asia, pero se habla también de “posesiones” y “dominios”, especialmente para el caso de África (Art. 10), términos que remiten a la conquista y que, consiguientemente, son portadores de violencia. Por otro lado, la denominación de todo ese inmenso y variado espacio como “territorio de las Españas” o “territorio español” remite, por su centralidad peninsular, a una violencia lingüística que oculta que la conquista y la colonización están en el origen de esa denominación.

La idea de patria

El concepto de patria en el Discurso preliminar tiene una significación relativamente cercana a la del concepto de nación, pero incluye una dimensión territorial que remite a tradiciones más antiguas que el paradigma moderno de nación. Una de las características de la perspectiva moderna es la consideración del territorio preferentemente como “objeto” de deseo y de dominio. El hombre moderno se siente poseedor del territorio pero no poseído por él; sabe que el territorio le pertenece –o puede pertenecerle- pero no se siente poseído por él. Para el hombre premoderno, el territorio es albergue que hay que cuidar y cultivar respetando los ciclos de la naturaleza, pero es también la mansión de sus antepasados y de sus dioses, por eso el territorio está poblado de historias y de lugares sagrados que convocan a la devoción.

Sabemos que la narrativa política de la época, especialmente en el caso de España y sus “provincias de ultramar”, se mueve en un horizonte de significación habitado por lenguajes que vienen tanto de la tradición como de la modernidad ilustrada. Se advierte esta dualidad ya en la primera referencia a la patria en el Discurso preliminar , “Nada arrayga más al ciudadano y estrecha tanto los vínculos que le unen á su patria como la propiedad territorial ó la industrial afecta á la primera.”. Lo antiguo está en el arraigamiento, término que remite etimológicamente a “echar raíces” (ad-radicare) y, por tanto, a “pertenecer a” más que a “poseer”, aunque esa pertenencia no sea “de naturaleza material”, es decir debida al nacimiento en ese territorio. Es natural, por tanto, que aquello a lo que se pertenece merezca nuestra devoción y entrega. Lo nuevo está en que quien siente que pertenece a ese territorio es un “ciudadano”, quien, además, basa su arraigamiento principalmente en el hecho de tener propiedades. En cualquier caso, lo que importa es que el recurso al concepto patria abre el discurso al lugar o territorio de pertenencia como dimensión de lo político.

Esta interpretación del concepto de patria se deduce también de su presencia en otros parágrafos del Discurso preliminar. Cuando se habla de la necesidad de publicar los debates de las Cortes se afirma que el conocimiento de lo que en ellas se ventila induce a la “ansiosa juventud” a preparase para “… desempeñar algún dia con utilidad el difícil cargo de procurar por el bienestar de su patria, …”. Esta convocatoria a la juventud a hacerse cargo del cuidado y bienestar de su patria remite nuevamente a la devoción a la tierra a la que se pertenece. Por eso, no es raro que el concepto de patria aparezca junto al de Dios y al de la propia identidad, que tanto el rey como sus ministros están obligados a respetar. Solo la vigilancia atenta de las Cortes sobre las disposiciones del poder ejecutivo hará que este se atenga a lo que se debe “á Dios, á la patria y á sí mismos” y que, en vez de abusar del poder, sea “respetuoso de la verdad, de la prudencia y del patriotismo.” En un horizonte expresivo habitado por la verdad y la prudencia, el concepto de patriotismo no puede ser sino una virtud, la del amor y la devoción hacia aquello a lo que se pertenece.

El concepto de patria se acerca también al de nación en cuanto pueblo organizado que habita un territorio y se provee libremente de un gobierno para que se ocupe de los asuntos públicos. Esta cercanía entre los dos conceptos se advierte en algunos pasajes del Discurso preliminar. Cuando se refiere a la propuesta que hacen las Cortes al rey para constituir el Consejo del Reino, se advierte que esta propuesta “…tiene por objeto dar á esta institucion carácter nacional; de este modo, la Nacion no verá en el Consejo un senado temible por su orígen, ni independencia: tendrá seguridad de no contar entre sus individuos personas desafectas á los intereses de la patria …”. Si bien, el concepto de patria aparece, en este caso, en un contexto expresivo en el que predomina lo nacional, sin embargo, no deja de ser significativo que los afectos y los intereses estén ligados a la patria.

Algo parecido ocurre en el terreno de lo militar. “El exército permanente debe considerarse destinado principalmente para la defensa de la patria en los casos ordinarios de guerra con los enemigos.” Ese ejército, cuando los enemigos ofenden a la nación, necesita completarse con la milicia nacional. Refiriéndose a los miembros del ejército permanente y de las milicias, se afirma que “El soldado es un ciudadano armado solamente para la defensa de su patria; un ciudadano que, suspendiendo la tranquila é inocente ocupacion de la vida civil, va á proteger y conservar con las armas, cuando es llamado por la ley, el orden público en lo interior y hacer respetar la Nacion siem¬pre que los enemigos de afuera intenten invadirla u ofenderla.” El servicio militar es considerado una contribución personal necesaria, aunque limitada en el tiempo y atenida a las disposiciones de las Cortes, para defensa de la patria, la nación y el Estado. “Y como no puede dudarse que ésta [la defensa] interesa igualmente á todos los súbditos que componen la Nacion, ningún español podrá excusarse del servicio militar cuando sea llamado por la ley, sin faltar á una de las primeras obligaciones que le impone la patria.”

Si del terreno de la defensa pasamos al de la educación, volvemos a encontrarnos con los conceptos de patria y nación casi indiferenciados. Dado que se necesita de ciudadanos que ilustren a la nación y promuevan su felicidad con todo género de luces y conocimientos, uno de los primeros cuidados de los representantes del pueblo es la educación pública. Esa educación debe ser general y uniforme, como lo son la religión y las leyes. “Para que el carácter sea nacional, para que el espíritu público pueda dirigirse al grande objeto de formar verdaderos españoles, hombres de bien y amantes de su patria …”. Nuevamente el concepto de patria relacionado con el sentimiento del amor.

Esta relación se reafirma con el recurso al concepto de “madre patria”. Al referirse a la composición del Consejo de Estado, el Discurso preliminar propone que esa institución esté constituida por algunos individuos del clero y de la nobleza, y por “naturales de ultramar, para que de este modo se estreche más y más nuestra fraternal union, pueda tener el Gobierno prontos para qualquier resolucion todas las luces y conocimientos de que necesite y aquellos felices paises el consuelo de aproximarse por este nuevo medio al centro de la autoridad y de la madre patria.” Si el concepto de autoridad convoca a la obediencia y al acatamiento, el de patria, unido al de madre, no puede convocar sino al amor y la devoción, como se advierte, además, por su relación con términos como “nuestra fraternal unión” y “consuelo”. El término “madre patria” vuelve a hacerse presente, cargado de sentimiento, cuando se arguye que es urgente aplicar ya los decretos del Congreso de Cádiz sobre igualdad de derechos, protección y administración de justicia a las provincias de ultramar para “… restañar las heridas que el rechazo de la revolucion de la madre patria, unido al desorden y arbitrariedad del anterior Gobierno, desgraciadamente han abierto en algunas provincias de la España de ultramar.”

El Discurso preliminar termina afirmando que todo español tiene el derecho de presentar a las Cortes, responsables de la inspección y vigilancia del cumplimiento de las leyes, los casos de inobservancia de las mismas. “El libre uso de este derecho es el primero de todos en un Estado libre. Sin él no puede haber patria, y los españoles llegarian bien pronto á ser propiedad de un señor absoluto en lugar de súbditos de un Rey noble y generoso.” La libertad es, pues, consustancial a la idea de patria. En este principio se fundamenta el derecho del pueblo, constituido en nación, a participar en la elección de sus representantes y, a través de ellos, en la dación de las leyes y la aceptación del monarca.

Si bien la idea de patria está relacionada con derechos y obligaciones, es importante subrayar que el contexto expresivo en el que suele aparecer en el Discurso preliminar la relaciona con la pertenencia a un territorio y con los sentimientos a los que esa pertenencia convoca.

Con respecto al concepto de “patria”, la Constitución de Cádiz es muy parca. El término aparece solo 3 veces, y sus sustantivos, adjetivos o adverbios derivados (patriotismo, patriótico, patrióticamente) ninguna vez.

El artículo 6 establece que “El amor a la Patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles …” y el artículo 9 manda a todo español “… defender la Patria con las armas cuando sea llamado por ley”. Finalmente, el artículo 22, al referirse a los originarios de África avecindados “en los dominios de las Españas”, determina que

“las Cortes concederán carta de ciudadano a los que hicieren servicios calificados a la Patria … con la condición de que sean hijos de legítimo matrimonio de padres ingenuos [2]; de que estén casados con mujer ingenua, y avecindados en los dominios de las Españas, y de que ejerzan alguna profesión, oficio o industria útil con un capital propio.”

Como se advierte, “patria” en la Constitución gaditana es una entidad no definida a la que se ama, se defiende y se sirve. En esa indefinición asoma el concepto de patria del idealismo romántico, heredado de Herder y Fichte, que, como señala Guillermo de la Peña, se caracteriza por enfatizar las emociones y poner de relieve las tradiciones en la construcción de la identidad colectiva, mientras que en el concepto ilustrado de patria destaca el pacto nacional para constituir un Estado centralizado y racionalmente organizado (De la Peña. Guillermo, 2007: 233-237)[3]. El patriotismo al que convoca la idea de patria en clave romántica intenta sustituir al sentimiento secular de lealtad al rey como elemento de cohesión social y de conformación de la comunidad histórica.

La categoría de ciudadano

Vista desde la tradición jurídica española, que es la perspectiva que adopta la comisión que elabora el Discurso preliminar y prepara el proyecto constitucional, la Constitución de Cádiz es, a lo Suárez, el pactum subjectionis (pacto de sujeción) mediante el cual el pueblo, constituido en nación por el pactum societatis (pacto social o de la sociedad), decide darse, a través de sus representantes reunidos en las Cortes, una forma de gobierno. En el proyecto de Constitución, asevera el Discurso preliminar, se recoge todo lo dispuesto por la antigua legislación de los reinos en “lo concerniente á la libertad é independencia de la Nacion, á los fueros y obligaciones de los ciudadanos, á la dignidad y autoridad del Rey y de los tribunales, al establecimiento y uso de la fuerza armada y método económico y administrativo de las provincias.” Advertimos, pues, que la categoría de ciudadano aparece junto a las de nación, poder legislativo, poder ejecutivo y poder judicial, completadas con referencias a la defensa, la economía y la administración. De alguna manera, que el Discurso mismo no explicita, el ciudadano es concebido como el eje de un horizonte de sentido que remite a la democracia en la forma de “monarquía moderada hereditaria”.

Para probar el aserto de que la propuesta de Constitución está enraizada en las antiguas leyes españolas no se necesita, afirma el Discurso preliminar, sino “indicar lo que dispone el Fuero juzgo sobre los derechos de la Nacion, del Rey y de los ciudadanos acerca de las obligaciones recíprocas entre todos de guardar las leyes, sobre la manera de formarlas y executarlas, etc.” No es raro que de inmediato el Discurso fundamente esta proposición en la consideración de la nación como la portadora de la soberanía. Esta consideración, a su vez, se basa en el hecho de los pueblos decidieron libremente, en algún momento, constituirse en nación y dotarse de normas y autoridades para regir la convivencia. Por tanto, las normas y autoridades, en el proceso de aplicación de las primeras y de ejercicio del poder de las segundas, lo que tienen ante sí son ciudadanos dotados de libertad.

Abundando en esta lógica expositiva y argumentativa, el Discurso hace recordar a los representantes reunidos en Cádiz que en las antiguas leyes de Castilla “se le prohibia al Rey partir el señorío; no podia tomar á nadie su propiedad; no podia prenderse á ningún ciudadano dando fiador; por fuero antiguo de España, la sentencia dada contra uno por mandato del Rey era nula;”. Y lo mismo disponía la Constitución de Aragón “para asegurar los fueros y libertades de la Nacion y de los ciudadanos.” Pero la constitución aragonesa iba más allá: obligaba al rey a convocar frecuentemente a las Cortes para asegurar el respeto y observancia de las leyes; contaba “Privilegio de Unión”, que limitaba el poder de los reyes; y disponía del “Justicia, cuya autoridad servia de salvaguardia á la libertad civil y seguridad personal de los ciudadanos.”

Para terminar la parte introductoria, el Discurso preliminar asegura que “Todas las leyes, fueros y privilegios que comprehende la breve exposicion que acaba de hacer andan dispersos … en la inmensa coleccion de los cuerpos del Derecho que forman la jurisprudencia española.”

En la primera parte del Discurso, dedicado a la nación en cuanto poder legislativo, la categoría de ciudadanía, en la forma de “ciudadano”, se hace presente varias veces. Desde el inicio se afirma que “Las circunstancias que han de concurrir en todo el que quiera ser considerado como ciudadano español han debido merecer atencion muy principal. Como individuo de la Nacion se hace partícipe de sus privilegios, y sólo baxo seguridades bien calificadas pueden ser admitidos en una asociacion política los que así como son llamados á formarla, lo son tambien á conservarla y defenderla.” Esta frase parece suponer que, si bien la condición de ciudadano se basa en la pertenencia a la nación, esta pertenencia es una potencialidad (una condición necesaria) que se pone en acto (condición suficiente) cuando el individuo es convocado o llamado a ser parte de la asociación política. Podría decirse, en consecuencia, que es la asociación política (el Estado) la que interpela a los individuos para habilitarles la posibilidad (del ejercicio) de la ciudadanía.

Esta interpretación se fortalece con la siguiente expresión: “La apreciable calidad de ciudadano español no sólo debe conseguirse con el nacimiento ó naturalizacion en el reyno; debe conservarse en conocida utilidad y provecho de la Nacion; y por eso se señalan los casos en que puede perderse ó suspenderse, para que así los españoles sean cuidadosos y diligentes en no desprenderse de lo que para ellos debe ser tan envidiable.” Es decir, se llega a la condición de ciudadano por pertenencia a la nación e interpelación de la sociedad política, y se suspende o se pierde esa condición cuando los individuos no son suficientemente cuidadosos y diligentes.

Sin decirlo explícitamente, los legisladores de Cádiz están siguiendo el “procedimentalismo”, un principio característico de la legislación propia de la modernidad, según el cual, dejadas de lado las sustancias como proveedoras de esencialidad, quedan los procedimientos, cuya legitimidad se basa en acuerdos y consensos racionales. Para expresarlo de manera más simple: no es que un individuo sea ciudadano por haber nacido (lo sustancial) en “las Españas”, sino porque la ley (lo procedimental) establece que tienen el derecho a ser ciudadanos los nacidos en “las Españas”.

El asunto se ve más claramente cuando el Discurso preliminar se refiere a los esclavos negros, con el eufemismo “El inmenso número de originarios de Africa establecidos en los paises de ultramar…”. Después de considerar su estado de “civilizacion y cultura” y “para no agravar su actual situacion, ni comprometer por otro lado el interes y seguridad de aquellas vastas provincias.” , el Discurso opta por la siguiente salida: “Consultando con mucha madurez los intereses recíprocos del Estado en general y de los individuos en particular, se ha dexado abierta la puer¬ta á la virtud, al mérito y á la aplicacion para que los originarios de Africa vayan entrando oportunamente en el goce de los derechos de ciudad [ciudadanía].”

Con respecto a la eliminación de los privilegios de representación de la nobleza y el clero (los llamados “brazos”), la comisión es enfática al declarar que “no teniendo ya en el dia los grandes, títulos, prelados, etc., derechos ni privilegios exclusivos que los pongan fuera de la comunidad de sus conciudadanos, ni les dé intereses diferentes que los del pro comunal de la Nacion, faltaba la causa que en juicio de aquélla dió orígen á los brazos.” Estas son las razones, prosigue el Discurso, por las que “la Comision ha llamado á los españoles á representar á la Nacion sin distincion de clases ni estados. Los nobles y los eclesiásticos de todas las jerarquías pueden ser elegidos en igualdad de derecho con todos los ciudadanos …” Consuela, sin embargo, a los nobles y al clero aduciendo que ellos serán preferidos en las elecciones generales “Los primeros, por el influxo que en toda sociedad tienen los honores, las distinciones y la riqueza, y los segundos porque á estas circunstancias unen la santidad y sabiduría tan propias de su ministerio.”

La frase, a la que ya nos hemos referido, “Nada arrayga más al ciudadano y estrecha tanto los vínculos que le unen á su patria como la propiedad territorial ó la industrial afecta á la primera”, se incluye cuando se está hablando de las innovaciones introducidas para la elección de los representantes a las Cortes. Aunque el concepto de ciudadano está, por lo general, relacionado con los de nación y asociación política, en este caso se le abre una perspectiva hacia “su patria”, una realidad, diríamos, más “natural” que aquellas a la que remiten los constructos “nación” y “asociación política”.

Establecida la condición de ciudadanía, el Discurso preliminar se ocupa luego de protección de las libertades políticas y civiles de los ciudadanos y de sus derechos y obligaciones. El ciudadano aparece, entonces, como portador de libertades, derechos y obligaciones.

Para proteger “… la libertad política y civil de los ciudadanos…” el mejor medio es “ … la reunion anual de los diputados del reyno en Córtes generales.” Pero no solo las Cortes, sino la autoridad ejecutiva está investida de poder “ … para que el orden y la justicia reinen en todas partes y para que la libertad y seguridad de los ciudadanos pueda ser protegida á cada instante contra la violencia ó las malas artes de los enemigos del bien público.”

Asegurada la libertad política a través de las Cortes y del poder ejecutivo, es necesario que “…la libertad civil de los españoles quede no menos afianzada en la ley fundamental del Estado, que lo está ya la libertad política de los ciudadanos.” Por razones justificadas, la libertad política puede ser suspendida o disminuida, “Pero la libertad civil es incompatible con ninguna restriccion que no sea dirigida á determinada persona, en virtud de un juicio intentado y terminado segun la ley promulgada con anterioridad.” La libertad es un atributo “natural” de las personas, pero estas, para constituir asociaciones políticas, ceden parte de su ejercicio y se someten “al suave yugo de ley”. Para que este sometimiento tenga sentido es imprescindible que, ante la ley, todos sean iguales y, así, la imparcialidad en la aplicación de las reglas se convierte en “ … el verdadero criterio para conocer si hay ó no libertad civil en un Estado.” Por eso, le toca a la Constitucion “ … fixar las bases de la potestad judicial, para que la administracion de justicia sea en todos los casos efectiva, pronta é imparcial.”

Recurriendo nuevamente a la antigua legislación española, el Discurso preliminar afirma que, con respecto al “…esencialísimo punto de la libertad civil. Ninguna Nacion de Europa puede acaso presentar leyes más filosóficas ni liberales, leyes que protejan mejor la seguridad personal de los ciudadanos, su honor y su propiedad, si se atiende á la antigüedad de su establecimiento, que la admirable Constitucion de Aragon.”

De las enseñanzas de esa tradición se recoge la necesaria división de los poderes, según la cual ni el rey ni las Cortes pueden intervenir en la administración de justicia. “La ley sola debe señalar el remedio para subsanar los perjuicios que puedan seguirse de los fallos de los jueces. Y si el ciudadano se viese expuesto como hasta aquí á ser separado del tribunal competente, ó á sufrir las penalidades de un litigio indefinido, perdería toda confianza y sólo vería en las leyes un lazo tendido á su docilidad, á su candor y buena fe.” En la aplicación de la ley, los propios jueces deben atenerse a “La observancia de las formalidades que arreglan el proceso”, y esto es tan esencial que en ello, la observancia de las formalidades (nuevamente, el procedimentalismo o formalismo) “ … ha de estar fundado el criterio de la verdad …” o acierto en las sentencias. Si no fuese así, si hubiese inobservancia de los procedimientos, se perdería la confianza en los jueces y magistrados. Importante es subrayar esta relación, más moderna que tradicional, entre verdad y procedimiento. ¿Es la verdad la que se manifiesta a través de una determinada forma (el procedimiento), o es la forma la que la produce la verdad? Estamos nuevamente ante al dilema esencia/forma que remite al debate tradición/modernidad y que, en este caso, los representantes gaditanos resuelven a favor de la forma, basándose, sin embargo, en la tradición. Nada más elocuente a este respecto que el texto citado arriba, “Ninguna nación de Europa puede acaso presentar leyes más filosóficas ni liberales … que la admirable Constitucion de Aragon”, expresión que remite, al mismo tiempo, a la tradición y al pensamiento político de la época.

Al referirse al fuero especial de los militares se afirmar que: “ El soldado es un ciudadano armado solamente para la defensa de su patria; un ciudadano que, suspendiendo la tranquila é inocente ocupacion de la vida civil, va á proteger y conservar con las armas … el orden público en lo interior y hacer respetar la Nacion …”. Encontramos nuevamente el concepto de ciudadano relacionado con los de patria y nación, y entendido como una condición que subyace, como si fuese algo más sustancial, a la efímera situación de militar.

El término ciudadano vuelve a aparecer cuando se trata de los asuntos penales o juicios “en lo criminal”, cuya primera diligencia suele consistir en “…privar á un ciudadano de su libertad.” En estos casos hay que proceder con especial cuidado para no cometer errores o injusticias irreparables o cuya reparación “no está reservada al poder humano.”, es decir, queda librada al juicio divino. Lo que interesa subrayar es la importancia especial que el Discurso atribuye a la libertad de todo ciudadano. Para evitar esos errores es conveniente que la legislación judicial se vaya perfeccionando con el tiempo gracias a los avances que se vayan produciendo, sin renunciar a la posibilidad de recurrir a instituciones tradicionales como la del album judicium[4], “de donde tomaban los ciudadanos romanos los jueces del hecho”.

La educación del pueblo para que, entre otros objetivos, participe de manera informada en los procesos políticos es uno de los postulados básicos del pensamiento ilustrado. Es natural, por tanto, que el Discurso preliminar se ocupe de la educación: “El Estado, no menos que de soldados que le defiendan, necesita de ciudadanos que ilustren á la Nacion y promuevan su felicidad con todo género de luces y conocimientos.” Para ello es necesario que el Estado lleve a cabo un plan de “educación pública” que “… ha de ser general y uniforme, ya que generales y uniformes son la religion y las leyes de la Monarquia española.” Para que la educación pública cumpla esa función cohesionadora, su dirección no puede estar confiada “ … á manos mercenarias, á genios limitados imbuidos de ideas falsas ó principios equivocados, que tal vez establecerian una funesta lucha de opiniones y doctrinas …”, cuando de lo se trata es de que la educación sea de carácter nacional y esté dirigida a “… formar verdaderos españoles, hombres de bien y amantes de su patria.” Por eso se prescribe que, bajo el mandato de una “inspección suprema de instrucción pública”, las ciencias sagradas y morales continúen enseñándose según los dogmas de la religión y disciplina de la Iglesia; las ciencias políticas, conforme a las leyes de la monarquía sancionadas por la Constitución; y las ciencias exactas y naturales, según el progreso de los conocimientos. Nos encontramos, pues, con un ciudadano que debe ser educado en una perspectiva que, por un lado, remite a la nación (cohesión), a la patria (amor) y al Estado (utilidad, felicidad), y, por otro, evita que ese ciudadano sea influenciado por opiniones y doctrinas funestas.

Si a la reiteración del argumento de que lo que se propone como Constitución está basado en las leyes tradicionales de los reinos de España se une esta última alusión a doctrinas y opiniones extrañas, se puede fácilmente concluir que el Discurso preliminar quiere evitar que los “brazos” y los diputados reunidos en Cádiz piensen que la propuesta de Constitución está inspirada en las ideas ilustradas y en el pensamiento político liberal. Nos imaginamos, consecuentemente, a un ciudadano cuyas fuentes de formación (e información) para el ejercicio de la ciudadanía son los dogmas de la Iglesia, las leyes de la monarquía española y el progreso de las ciencias exactas y naturales. Solo la última de estas fuentes se asoma al progreso y a la innovación

Veamos ahora qué dice la Constitución de Cádiz, en la que el término “ciudadano” aparece 38 veces. El capítulo IV del título II está enteramente dedicado a definir qué se entiende por “ciudadano español”. El artículo 18 establece que “Son ciudadanos aquellos españoles que por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios, y están, avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios.” Se hace extensiva la condición de ciudadano a los extranjeros y sus hijos legítimos, cuando cuentan con la carta de ciudadanía extendida o reconocida por las Cortes, están domiciliados en “las Españas” y ejercen alguna profesión, oficio o industria útil (Art. 19 y 21).

Se supone que los indígenas están incluidos en la condición de ciudadanos españoles por ser naturales de los pueblos de los dominios españoles, aunque debe tenerse en cuenta, primero que españoles son los hombres “libres” nacidos y avecindados en los dominios de las Españas y los hijos de estos. (Art. 5), y, segundo, que el ejercicio de los derechos ciudadanos se suspende, entre otras causas, por ser “sirviente doméstico” (Art. 25). Por lo demás, el término “indios” aparece solo una vez en la Constitución y ello para establecer que toca a las diputaciones de las provincias de ultramar velar “sobre la economía, orden y progresos de las misiones para la conversión de los indios infieles, cuyos encargados les darán razón de sus operaciones en este ramo, para que se eviten abusos …” (Art. 335).

Con respecto a “los españoles que por cualquiera línea son habidos y reputados por originarios del África”, la Constitución les abre

“… la puerta de la virtud y del merecimiento para ser ciudadanos: en su consecuencia, las Cortes concederán carta de ciudadano a los que hicieren servicios calificados a la Patria, o a los que se distingan por su talento, aplicación y conducta, con la condición [como señalamos arriba] de que sean hijos de legítimo matrimonio de padres ingenuos; de que estén casados con mujer ingenua, y avecindados en los dominios de las Españas, y de que ejerzan alguna profesión, oficio o industria útil con un capital propio.” (Art. 22).

Los deberes y derechos, tanto civiles como políticos, de los individuos no están definidos en un acápite específico de la Constitución dedicado a este asunto fundamental, pero sí enunciados explícita o implícitamente a lo largo de los artículos. En cualquier caso, la no distinción clara entre individuo y ciudadano ni entre derechos y deberes civiles, por un lado, y políticos, por otro, complica el asunto. Para aclarar el tema voy a referirme a los deberes y derechos que corresponden a los individuos como “españoles” y como “ciudadanos”, asumiendo que los primeros son civiles y los segundos políticos. Dado que no se recurre a la categoría de “naturaleza humana”, tan común en la filosofía política de la época (Jaume: 1989: 11-16), para identificar los derechos y deberes de los individuos, ni a la de “sociedad política” para establecer los deberes y derechos de los ciudadanos, esta distinción preliminar que hacemos entre derechos y deberes civiles y políticos necesita de un análisis mayor, que dejamos para estudios posteriores [5].

Los deberes de los individuos en cuanto españoles son: amar a la patria (Art. 6) y defenderla con las armas cuando sea llamado por la ley (Art. 9); ser justos y benéficos (Art. 6); ser fiel a la Constitución, obedecer la leyes y respetar las autoridades establecidas (Art. 7); contribuir en proporción de sus haberes y facultades a los gastos del Estado (Art, 339) y según la proporción que establecen las Cortes (Art. 340); ser católico y no practicar ninguna otra religión (Art. 12); obedecer los mandamientos de los jueces en los casos de delito (288); incorporarse al servicio militar, cuando y en la forma que fuere llamado por la ley(Art. 361); y prestar juramento, cuando se toma posesión de un cargo público -civil, militar o eclesiástico-, de guardar la Constitución, ser fiel al Rey y desempeñar debidamente el encargo (Art. 374).

Los derechos civiles son muchos y pueden agruparse en los siguientes tipos:
a) Generales: la felicidad y el bienestar (Art. 13) por ser obligación del Estado proveerlas; a ser regidos por leyes sabias y justas (Art. 4); no obedecer las órdenes reales cuando estas no respetan la Constitución y las leyes (Art. 173); reclamar ante las Cortes o el rey la observancia de la Constitución (Art. 373); la inviolabilidad del domicilio, con excepción de los casos que la ley determine “para el buen orden y seguridad del Estado” (Art.306); conocer la rendición de cuentas de todas las contribuciones y rentas y de su inversión, que debe hacer la Tesorería General y publicarla y hacerla circular en las diputaciones provinciales y ayuntamientos (Art, 351), así como las cuentas que rindan los Secretarios del Despacho (ministros) de los gastos hechos en sus respectivos ramos (Art. 352).
b) Referidos a la libertad: libertad civil (Art. 4) o “libertad personal”, que ni siquiera el rey puede violar (Art. 173); libertad política de imprenta (Art. 131,24); “libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes.” (Art. 371)
c) Referidos a la justicia y seguridad jurídica: no ser privado de la libertad ni ser sometido a pena alguna sin causa justa (Art, 172, 11); ser puesto a disposición del tribunal o juez competente cuando se es arrestado por atentar contra el bien o la seguridad del Estado (Art. 173); ser juzgado en las causas civiles o criminales solo por los tribunales competentes, determinados con anterioridad por la ley (Art. 247) y quedando todas las personas sujetas al mismo fuero (Art. 248), a excepción de los eclesiásticos y los militares en los términos que prescriben las leyes (Art. 249 y 250); estar sujetos a los mismos códigos civil, criminal y de comercio, sin perjuicio de las variaciones que por particulares circunstancias establezcan las Cortes (Art, 258); ventilar las diferencias con otros en lo civil, por medio de jueces árbitros, elegidos por ambas partes (Art. 280). En lo criminal, a tener un proceso breve y sin vicios (Art. 286); no ser preso sin que preceda información sumaria y mandamiento escrito del juez (Art.287); ser escuchado por el juez dentro de las 24 horas de producido el arresto (Art. 290); ser recluido en cárceles que sirvan “para asegurar y no para molestar a los presos” y que no pueden ser nunca “calabozos subterráneos ni malsanos” (Art. 297); ser visitado cuando se está preso (Art. 298); que los procesos sean públicos (Art. 302); que no se use “nunca del tormento ni de los apremios” ((Art, 303); y que no se confisquen al reo sus bienes ni se penalice a su familiares.
d) Referidos a la seguridad física: beneficiarse con la defensa exterior y la conservación del orden interno, encargadas a la fuerza nacional de tierra y mar (Art. 356) y, para el caso de las provincias, a “los cuerpos de milicias nacionales” (Art. 362).
e) Referidos a la propiedad: la propiedad (Art. 4), teniendo prohibido incluso el rey “tomar la propiedad de ningún particular ni corporación, ni turbarle en la posesión, uso y aprovechamiento de ella” (Art. 172, 10), a no ser que sea “para un objeto de conocida utilidad común” y entonces debe producirse la debida indemnización o “ buen cambio a bien vista de hombres buenos.” (Art. 172, 10). Por eso, al asumir el trono, el rey debe jurar “que no tomaré jamás a nadie su propiedad …” (Art.173);
f) Referidos al comercio y la industria: ser beneficiario de la promoción y fomento de la industria y de la remoción de los obstáculos que la entorpezcan, que las Cortes deben poner en marcha (Art 131, 21); comerciar libremente dentro del territorio de las Españas, debiendo haber aduanas solo en los puertos de mar y en las fronteras (Art. 354), pero este artículo no entrará en vigencia sino cuando las Cortes lo determinen.
g) Referidos a la educación: ser beneficiario del “plan general de enseñanza pública” que aprueben las Cortes (Art. 131, 22) y de los servicios educativos de las “escuelas de primeras letras” (Art. 366) que debe haber en todos los pueblos y en las cuales “ se enseñará a los niños a leer, escribir y contar, y el catecismo de la religión católica, que comprenderá también una breve exposición de las obligaciones civiles.” , así como beneficiarse de la formación que impartan las “universidades y otros establecimientos de instrucción que se juzguen convenientes para la enseñanza de todas las ciencias, literatura y bellas artes.” (367). El plan general de enseñanza será uniforme en todo el reino y debe explicarse la “Constitución política de la Monarquía” en todas las universidades y establecimientos literarios donde se enseñen las ciencias eclesiásticas y políticas (Art, 368).

Como ciudadanos, todos los españoles que tienen 25 años [6] y que son civiles (seglares) o del clero secular (quedando excluidos los del clero regular) tienen como deber fundamental participar en las elecciones parroquiales, distritales, de partido, provinciales y de diputados para las Cortes, a través de un sistema indirecto al que nos referiremos más adelante. Se añade, además, la obligación, de aceptar, sin poder aducir motivo ni pretexto alguno, los cargos (secretario, escrutador, comisionado, compromisario, elector y diputado) para los que sean designados o elegidos en las diversas juntas (Art. 55, 77 y 103).

Los individuos que asumen funciones en los ayuntamientos y diputaciones de provincia deben prestar juramento “de guardar la Constitución política de la Monarquía Española, observar las leyes, ser fieles al Rey y cumplir religiosamente las obligaciones del cargo.” (Art. 337). Es importante anotar, que los diputados de las Cortes están obligados a prestar juramento (Art. 117), “sobre los Santos Evangelios”, de defender y conservar la religión católica, apostólica y romana, y de no admitir ninguna otra en el reino; de “guardar y hacer guardar religiosamente la Constitución política de la Monarquía española, sancionada por las Cortes generales y extraordinarias de la Nación en el año de 1812”; de desempeñar el cargo que la Nación le encomienda “mirando en todo por el bien y prosperidad de la misma Nación”. Además, los diputados se obligan a observar el reglamento de las Cortes generales y extraordinarias (Art. 127); a no “admitir para sí, ni solicitar para otro, empleo alguno de provisión del Rey, ni aun ascenso, como no sea de escala en su respectiva carrera.” (Art, 129); y, hasta un año después de haber cesado en la función, a no “obtener para sí, ni solicitar para otro, pensión ni condecoración alguna que sea también provisión del Rey.” (Art. 130).

El derecho político básico, que es también una obligación, consiste en participar en las elecciones de compromisarios (parroquias), electores (partidos y provincias) y diputados (provincias) y de ser elegido en las juntas respectivas como compromisario, elector y hasta diputado de las Cortes. Para ello se requiere ser ciudadano (civil o del clero secular) en ejercicio, haber cumplido 25 años y ser natural o vecino de la circunscripción territorial correspondiente. Para ser diputado de las Cortes (función de la que están excluidos los extranjeros con carta de ciudadanía y los miembros del clero regular) se requiere, además, poseer una renta anual proporcionada y procedente de bienes propios, pero esta disposición no entrará en vigencia hasta que las Cortes determinen la cuota de renta y la calidad de la procedencia de los bienes.

Por cada 70,000 pobladores es elegido 1 diputado o representante de provincia en Cortes (Art. 31). Esta proporción es la misma en los dos hemisferios (Art. 29). La elección no es directa. Los ciudadanos de las parroquias eligen a sus compromisarios y estos al elector parroquial; los electores parroquiales eligen a los electores distritales, estos a los electores de partidos; los electores de los partidos eligen a los electores de las provincias y, finalmente, estos eligen a los diputados. Las elecciones se realizan en juntas parroquiales, de partidos y de provincia, según sea el caso, con todas las formalidades jurídicas y ceremonias religiosas del caso, y siguiendo procedimientos y proporciones rigurosamente establecidos. Es de notar que esas juntas son las que resuelven en última instancia, en su respectiva circunscripción, las dudas, tachas y anomalías que se presenten, lo cual acentúa su condición de soberanas.

Son también derechos políticos poder elegir y ser elegido para empleos municipales (Art. 26), ser Secretario de Despacho (equivalente a ministerio), ser miembro del Consejo de Estado e incluso de la Regencia.

Considero como políticos los derechos a: tener ayuntamientos en poblaciones mayores a 1000 almas (Art. 310) con alcaldes, regidores y procuradores síndicos, en proporción a su vecindario; y a contar con diputaciones provinciales (Art. 325), con 1 presidente, 1 intendente y 7 vocales, elegidos estos últimos por los electores de los partidos de la diputación correspondiente (Art. 327).

No es menos importante el derecho a ser beneficiario, por un lado, de las disposiciones y acciones de los ayuntamientos relacionadas con salubridad, comodidad, orden público, educación (de primeras letras y otros establecimientos de educación), hospitales, hospicios, casas de expósitos y otros establecimientos de beneficencia, construcción y reparación de caminos y otras obras públicas, promoción de la agricultura, la industria y el comercio, etc. (Art. 321), y, por otro, de las disposiciones de las diputaciones (Art. 335) en relación con observancia de las leyes, construcción y reparación de obras de utilidad común, promoción de la educación conforme a los planes aprobados, fomento de la agricultura, la industria y el comercio, protección a los inventores de nuevos descubrimientos en cualquiera de los ramos mencionados, cuidado de establecimientos piadosos y de beneficencia, y, en el caso de las provincias de Ultramar, cuidado de “la economía, orden y progreso de las misiones para conversión de los indios infieles, cuyos encargados les darán razón de sus operaciones en este ramo, para que se eviten abusos” (335, 10).

En caso de ser arrestado, el ciudadano tiene el derecho a pasar a disposición del tribunal o juez competente a las 48 las horas de su arresto. Recuérdese que los constituidos en autoridad deben cumplir las normas de su función y que incluso el rey, al asumir el trono, debe jurar que “respetaré sobre todo la libertad política de la Nacional y la personal de cada individuo” (Art. 173).

Y cuando lo previsto en la Constitución no se cumple, “Todo español tiene derecho a representar a las Cortes o al Rey para reclamar la observancia de la Constitución.” (Art. 373).

En general, los derechos de los ciudadanos no se pierden ni pueden ser suspendidos sino por las causas establecidas por la Constitución (Art. 26).

Presencias débiles y ausencias significativas

Es de notar la ausencia en el texto constitucional de conceptos como “igualdad”, “fraternidad”, “solidaridad”. Los conceptos de felicidad” y bienestar aparecen una sola vez y en el mismo artículo: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen.”(Art. 13). En el Discurso preliminar, sin embargo, estos conceptos, especialmente el de felicidad, aparecen varias veces y ligados a los de pueblo, sociedad y nación.

El sustantivo justicia aparece frecuentemente, tanto en la Constitución como en el Discurso preliminar, pero siempre asociado a los organismos y personas que administran “justicia”, y nunca como un principio de ética y filosofía política. En la Constitución, los adjetivos “justo” o “justa” aparecen cuatro veces, dos para calificar las leyes, que deben ser “sabias y justas” (Art. 4 y 12), una para establecer como obligación de todos los españoles la de “ser justos y benéficos” (Art. 6), y una más para establecer que entre las facultades de las Cortes está la de “Adoptar el sistema que se juzgue más cómodo y justo de pesos y medidas.” (Art. 131, 20).

Los términos libre y libertad tampoco abundan en el texto constitucional. “Libre” es la Nación española (Art. 2) y por tanto no puede ser patrimonio de ninguna familia o persona; se define, además, que son españoles “Todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas, y los hijos de éstos.” (Art. 5). El concepto de “libertad” parece como “libertad civil” (Art. 4) en cuanto derecho que la Nación está obligada a conservar y proteger con leyes sabias y justas, como bien que los esclavos pueden merecer (Art. 5, 4), como “libertad política de imprenta” (Art. 131, 24) que las Cortes deben proteger, como libertad individual de la que el rey no puede privar a los ciudadanos (Art. 172), como “libertad política de la Nación” (Art. 173) que el rey debe jurar que respetará, como libertad de movimiento que se concede a un encausado a cambio de una fianza (Art. 296), y, finalmente, como “libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes.” (Art. 371).

No ocurre lo mismo en el Discurso preliminar. En él parece con frecuencia el término libertad, con una notable variedad de referencias: libertad de la nación, los individuos, los pueblos y los reinos; libertades políticas y civiles; libertad de opinión, de imprenta, de elección, etc. En algunos casos, significativos, el concepto de libertad aparece junto a los de seguridad e independencia, o está ligado a la Constitución como garante del ejercicio de las diversas formas de libertad. Pero tiene mayor densidad filosófica cuando la libertad es considerada como un atributo de la naturaleza humana. Ello ocurre en dos oportunidades: a) , “De todas las instituciones humanas, ninguna es más sublime ni más digna de admiracion que la que limita en los hombres la libertad natural, sujetándolos al suave yugo de la ley. Á su vista todos aparecen iguales, y la imparcialidad con que se observen las reglas que prescribe será siempre el verdadero criterio para conocer si hay ó no libertad civil en un Estado.”; b) “El derecho que tiene todo individuo de una sociedad de terminar sus diferencias por medio de jueces árbitros está fundado en el incontrastable principio de la libertad natural.” En ambos casos se trata de la administración de justicia, pero la presencia del principio de la “libertad natural”, entendido, además, como fundamento de la igualdad y de la imparcialidad (equidad, diríamos hoy), remite al iusnaturalismo que viene de la tradición hispánica y que alcanza en el jesuita Francisco Suárez altísimos niveles de elaboración filosófica [7].

En la Constitución el término pueblo aparece muchas veces, pero siempre como aldea o circunscripción territorial o referido a los vecinos de ellas y nunca asociado a las ideas de nación, patria o de población en su conjunto. No ocurre lo mismo, sin embargo, en el Discurso preliminar, en el que el concepto pueblo aparece con frecuencia y tiene tres significados: conjunto de los pobladores de la nación, estado (en el sentido de estamento) de la nación, y circunscripción territorial y vecinos de ella.

Como conjunto de la población y remitiendo a la idea de nación, el concepto de pueblos parece repetidas veces en el Discurso preliminar. Argumentando a favor de la participación del pueblo en algunas de las esferas del poder y diciendo basarse en la antiguas leyes españolas, el Discurso preliminar aduce que el “… deseo de poner freno á la disipacion y prodigalidad del Gobierno, de mejorar las leyes y las instituciones ha sido el constante objeto de las reclamaciones de los pueblos …”. Es decir, la presencia del pueblo en el poder contribuye a asegurar la rectitud de las acciones gubernamentales y la mejoría de las leyes y las instituciones. Esa presencia, por otra parte, tiene una legitimidad que se basa en el principio de la soberanía de la nación, reconocida ya en el Fuero Juzgo, según la interpretación de la comisión que elabora el Discurso preliminar y prepara el proyecto constitucional. Por eso, la comisión “Convencida … del objeto de su grave encargo, de la opinion general de la Nacion, del interes comun de los pueblos, procuró penetrarse profundamente, no del tenor de las citadas leyes, sino de su índole y espíritu …”.

Atenta a ese espíritu de la antigua legislación, la comisión considera al rey como “padre de sus pueblos”. Pero, para que esa paternidad se realice plenamente y con la “bendición de sus súbditos” tiene el rey que aceptar las “saludables limitaciones” que se derivan del principio de la soberanía de la nación, según el cual esta elige a sus reyes, otorga libremente contribuciones, sanciona leyes, levanta tropas, hace la guerra y declara la paz, y residencia a los magistrados y empleados públicos.

En lo que respecta a la administración de justicia, es urgente que se haga la división del territorio porque, si no es así, “¿Cómo pueden esperarla los pueblos que entre el cúmulo de dificultades que opone nuestro defectuoso método de enjuiciar se encuentran no pocas veces con el insuperable obstáculo de haber de acudir á tribunales que distan tal vez sesenta leguas?”

El Discurso preliminar es más enfático en relación con la necesaria participación del pueblo, a través de sus representantes, en la fijación de las contribuciones. Es cierto que la nación está obligada a cubrir los costos del trono y los servicios públicos, pero solo ella determina, libremente, la cuota y naturaleza de las contribuciones. A fin de que el rey pueda mantener la grandeza y esplendor del trono y atender a la decorosa sustentación de su familia, sin abusar del poder ni producir males a la nación, las Cortes le asignan una dotación anual “… para que en adelante no se emplee baxo pretexto de necesidades ficticias la sustancia de los pueblos en fraguarles nuevas cadenas, como de ordinario ha sucedido siempre que la Nacion ha descuidado tomar rigurosa cuenta de la buena administracion é inversion de sus contribuciones.” A través de sus representantes y solo de ellos, debe el pueblo consentir que se le impongan contribuciones, debiendo el gobierno observar escrupulosamente esta norma porque “ …para mantener la paz y tranquilidad de los pueblos …” no necesita el poder ejecutivo dirigir los intereses de los particulares. Son las Cortes las encargadas de establecer y confirmar anualmente todo género de impuestos y contribuciones para que “… esta obligación se cumpla de parte de los pueblos…” y para que los fondos se destinen a promover la felicidad de la nación y a proteger su libertad e independencia. “, debiendo repartirse esas contribuciones “ … entre todos los españoles sin distincion ni privilegio con proporcion á sus facultades, pues que todos están igualmente interesados en la conservacion del Estado.” El rey dispone, para el mejor servicio de la nación, solo de los fondos públicos que se le destinan, pero lo hace bajo la vigilancia de las Cortes “ …sobre la justa inversion de lo que verdaderamente constituye la sustancia de los pueblos.”

Con respecto a las aduanas interiores, la comisión considera que deben ser eliminadas porque “ … su exîstencia es incompatible con la libertad nacional, con la prosperidad de los pueblos y con el decoro de una Constitucion.”

Al referirse a la educación, el Discurso afirma que “ … uno de los primeros cuidados que deben ocupar á los representantes de un pueblo grande y generoso es la educacion pública.”

Es preciso, por otra parte, reglamentar el servicio militar para que los Estados y los conquistadores no sigan “alucinando a los pueblos con la supuesta necesidad de defenderlos de los enemigos exteriores para cohonestar así sus opresores designios …”.

La segunda significación del concepto de pueblo está referida al reconocimiento de este como estamento (estado o cuerpo), claramente diverso a los otros (el clero y la nobleza). Basándose en el Fuero Juzgo y en las leyes fundamentales de este código para defender la soberanía de la nación, el Discurso interpreta que en esas leyes “ … se dispone que la corona es electiva; que nadie puede aspirar al reyno sin ser elegido; que el Rey debe ser nombrado por los obispos, magnates y el pueblo …”. Esto mismo ocurría en los congresos naciones de los godos, tradición que renace “…en las Córtes generales de Aragon, de Navarra y de Castilla, en que el rey, los prelados, magnates y el pueblo hacian las leyes, otorgaban pedidos y contribuciones y trataban de todos los asuntos graves que ocurrian, aunque en el modo y forma de reunirse, de deliberar y de proclamar las primeras habia diferencia entre estos estados.” Y de la Constitución de Castilla se afirma que “ … el Rey no podia tomar de los pueblos contribuciones, tributos ni pedidos sin el otorgamiento de la Nacion junta en Córtes.”

Finalmente, el Discurso preliminar recurre muchas veces al término pueblo para referirse a las circunscripciones territoriales y a los vecinos de ellas. No nos extendemos en este punto porque la significación de pueblo, en este caso, coincide, en lo esencial, con la que tiene en la Constitución.

En la Constitución la soberanía se mencionada una sola vez, aunque para enunciar algo fundamental: “La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales”. (Art. 3). El Discurso aduce que la soberanía de la nación está reconocida y proclamada en las leyes fundamentales. Acogiéndose a ese principio, las Cortes de Cádiz declaran nula las renuncias hechas en Bayona “ … por falta del consentimiento libre y espontáneo de la Nacion,…”.

El término individuo aparece con frecuencia en la Constitución, pero en la mayor parte de las veces simplemente para referirse al número de miembros de juntas, comisiones, etc. (3 individuos, 5 individuos, etc.) o como sinónimo de persona. En algunos, sin embargo, aunque pocos, el concepto tiene una mayor densidad histórico-filosófica, cuando se entiende como miembro singular del cuerpo social o se le reconoce la facultad de la libertad. Así, por ejemplo: “La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas, la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen.” (Art. 4); el objeto del gobierno es la felicidad de la Nación “puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen.” (Art., 13); y el rey debe jurar que respetará la libertad personal de cada individuo (Art. 173). En sentido semejante es usado el concepto de individuo en el Discurso preliminar.

Conclusión provisional

El trabajo que hemos desarrollado ha estado centrado en la recolección de algunos conceptos de filosofía política para explorar el significado que los dos textos analizados les atribuyen. Queda todavía un largo trabajo por hacer. Como dijimos en la introducción, hay que relacionar esos significados con los que atribuyen a estos términos otros textos y prácticas sociales de la época, y, además y principalmente, hay que indagar el trasfondo teórico-político y filosófico del que proceden.

No se puede, por tanto, sacar conclusiones definitivas, si es que en las investigaciones hay algo definitivo. De manera provisional, sin embargo, se puede adelantar que la Constitución de Cádiz y especialmente el Discurso preliminar parecen estar pensados más desde la categoría de “cuerpo social” [8] (la “Nación española” o “las Españas”), al que pertenecen los individuos históricos, que desde la de “individuo” abstracto, sin historia, que como miembro de la especie humana decide pasar de un supuesto “estado de naturaleza” a un proyectado “estado de civilización”, o de “sociedad política” en la terminología de John Locke (Locke, 1993: 163 y passim), a través de la libre decisión de los individuos de constituir una forma de convivencia social racionalmente organizada. En la primera concepción asoma el romanticismo, teñido de iusnaturalismo, que recoge más de un aspecto del antiguo señorialismo, mientras que en la segunda se manifiestan el racionalismo y el individualismo de corte ilustrado.

Hemos subrayado en el texto que la recurrencia a la historia como fuente de legitimación de la propuesta de “monarquía moderada hereditaria”, en abierta oposición al absolutismo real, es particularmente enfática en el Discurso preliminar. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que “El carácter y naturaleza de las Cortes de los Estados de la Reconquista ha sido –y sigue siendo- tema de discusión para los historiadores de las Instituciones y del Derecho, sobre todo por lo que se refiere a las Cortes de Castilla.” (Valdeavellano, 1977: 466). Después de repasar lo que dicen los estudiosos sobre el tema, Valdeavellano considera que, a pesar de que el rey era la encarnación personal de la autoridad en los Estados de la Reconquista, las Cortes, integradas por los representantes de los estamentos sociales, fiscalizaban el ejercicio del poder real y vigilaban que se atuviese al ordenamiento jurídico establecido. Parece difícil, por tanto, asentir con la rotunda afirmación, referida a la Constitución de Cádiz, de que “Sus antecedentes ideológicos se encuentran en el iusnaturalismo francés de la Ilustración …”(Lalinde Abadia, 1978: 246), aunque el mismo autor debilita la rotundidad de su atrevida aseveración al señalar que esa influencia ha sido exagerada por los detractores de la Constitución de 1812 y minimizada por sus apologetas. De mi parte añadiría que no pocos estudiosos tienen insuficientemente en cuenta la presencia de la segunda escolástica, especialmente de Suárez y Vitoria, en el pensamiento político que apunta a la instauración de la democracia.

A la espera de una investigación más profunda, yo prefiero suspender el juicio y hablar, más bien, de un difícil juego de lenguajes en un horizonte de sentido habitado, en lo teórico, por el iusnaturalismo y el racionalismo, principalmente, pero no ajeno, en lo práctico, a intereses concretos tanto de reforma –en clave generalmente moderada- como de restauración y mantenimiento del orden anterior.

Notas

[1] Sobre la participación peruana en las Cortes hay numerosos estudios, entre los que destaca el de Germán Peralta Ruiz (2008), además de la recopilación de las intervenciones de los diputados peruanos que hizo Guillermo Durán Flórez (1974).
[2] El concepto de “padres ingenuos” es recogido del derecho romano y quiere decir haber nacido libre de padres libres, quedando, por tanto, excluidos los libertos. Ver: Léxico Derecho – Justicia – Política. Senador. En: http://www.elalmanaque.com/politica/SENADOR.htm
[3] Ver en: http://www.ciesas.edu.mx/desacatos/25%20Indexado/Resenas1.pdf Se trata de una reseña sobre el libro “Imágenes de la patria a través de los siglos” (2005) de Enrique Florescano.
[4] Cuando los litigantes recusaban a un juez (iudex, en latín), podían seleccionar a otro de la lista de jueces (el album iudicium). En las versiones consultadas, el Discurso preliminar dice album judicum; debería decir album iudicium, dado que el genitivo plural de iudex es iudicium y no judicum.
[5] La ausencia de estos conceptos es significativa. Recuérdese, por ejemplo, que la “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano” de 1789, que precede a la Constitución Francesa de 1791, habla claramente de “les droits naturels, inaliénables et sacrés de l'Homme” y de “corps social”, y que sus dos primeros artículos establecen con toda claridad que “Les hommes naissent et demeurent libres et égaux en droits. Les distinctions sociales ne peuvent être fondées que sur l'utilité commune.” (Art. 1) y “Le but de toute association politique est la conservation des droits naturels et imprescriptibles de l'Homme. Ces droits sont la liberté, la propriété, la sûreté, et la résistance à l'oppression.” (Art. 2)
http://www.conseil-constitutionnel.fr/conseil-constitutionnel/francais/la-constitution/la-constitution-du-4-octobre-1958/declaration-des-droits-de-l-homme-et-du-citoyen-de-1789.5076.html
Consecuente con esta declaración, la Constitución Francesa de 1791, después de abolir irrevocablemente todas las instituciones que dañan la libertad y la igualdad de derechos, dedica el título primero a garantizar los derechos naturales y civiles de los ciudadanos.
http://www.conseil-constitutionnel.fr/conseil-constitutionnel/francais/la-constitution/les-constitutions-de-la-france/constitution-de-1791.5082.html#hautDePage
[6] A partir de 1830 se requerirá, además y solo a los nuevos votantes, ser alfabetos.
[7] En el Tractatus de legibus, ac Deo legislatore in decem libros distributus, publicado en Coimbra en 1612, Suárez, basándose en el principio de la libertad natural, asienta como doctrina que el monarca ejerce el poder por delegación del pueblo a través del consentimiento.
[8] Desde hace años, el historiador Miguel Maticorena viene estudiando la presencia de esta categoría en la legislación, el pensamiento y las instituciones coloniales



Bibliografía

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